sábado, 22 de diciembre de 2018

"AUTOBIOGRAFÍA" de Bertrand Russell (1967, 1968, 1969)


"Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación."
Con esta declaración, tan escueta como profunda, Bertrand Russell presenta su autobiografía a modo de anticipo existencial de lo que hallaremos en un libro de mil densas páginas.


Fue un tipo curioso y sincero, quizás demasiado para una época tan maniquea que no tragaba a una figura controvertida y abierta en cuestiones sexuales, políticas y religiosas, por lo cual despertó amor y odio a raudales. Sus pasiones más tempranas fueron las matemáticas, pero rápidamente pasó a preocuparse por cuestiones de lógica y conocimiento que le llevaron a ser reconocido en el área de filosofía. Tuvo una gran actividad pública, con intervenciones y cartas públicas y privadas para abordar las cuestiones más candentes de su tiempo. Trató las cuestiones sexuales con inusitada naturalidad para sus contemporáneos. Sin embargo, el mundo comenzaba a cambiar y lo que para unos era perversión para otros tenía el dulce sabor de escandalizar al puritanismo.

Pero quizás fue su faceta política la más brillante intelectualmente hablando. Entre su oposición a la I Guerra Mundial y su apoyo a la II hay un gran viaje, geográfico e intelectual, que se resuelve con pausada coherencia. El drama de la guerra le afectó mucho, y pasó buena parte de su madurez como activista anti-guerra (aunque no pacifista integral, como veremos) e interviniendo públicamente para parar la locura de la Guerra Fría y el subsiguiente fin de la humanidad por culpa de las armas nucleares.

Su vida privada es narrada con naturalidad y sinceridad, haciendo que unas vicisitudes meramente personales encajen sin voyerismo ni egocentrismo en el marco de la lectura sobre un interesante personaje público. El libro consta de tres partes (tres libros publicados originalmente por separado) con pocos capítulos en cada una de ellas. Cada capítulo es convenientemente introducido por la pluma del ingenioso filósofo y seguido por una ingente cantidad de cartas que da cuenta de lo mucho que llegó a relacionarse con todo tipo de personajes de su época. El interés que sus opiniones, e incluso la mera mención de su nombre, suscitaba en el público del siglo XX lo sitúa como uno de los pocos intelectuales que eran escuchados por el público. Contrasta por tanto, la poca accesibilidad de sus primeros trabajos sobre matemáticas, llenos de silogismos y complicados razonamientos, con la atención mundial que recibió cuando se expresaba con máxima claridad y sencillez sobre asuntos mundanos.

Merece la pena subrayar que debido a su larga vida, casi 100 años, sus memorias son testimonio de los sucesos más importantes que conformaron nuestro tiempo: varias revoluciones (la rusa, las tecnológicas del s.XX, las de emancipación de la mujer y los derechos civiles) y guerras, (las dos mundiales, la de Vietnam y la Guerra Fría), etc... Temas, todos ellos, que suscitaban agrios desacuerdos, pero que no soterraron las elegantes formas aristocráticas con las que nuestro insigne intelectual se desenvolvía con facilidad.
SU ESTILO

Precisamente en esto último radique su peculiaridad y su éxito: en sus formas. Perteneciendo a la nobleza de su tiempo decidió poner sus aptitudes al servicio de otro mundo nuevo que estaba naciendo. No le importó abandonar los complicados silogismos de la lógica matemática para explicar a las claras la masacre imperialista en Vietnam. No le importó tampoco quedarse sin trabajo y con problemas económicos cuando le impidieron enseñar por temor a que corrompiese a la juventud. Si el precio era callar, no estaba dispuesto a ser comprado. Se enfrentó a todo tipo de acusaciones y vituperios, pero con su flema inglesa y su poderosa analítica contestaba cortésmente a todo el mundo. La falta de rencor y la elegancia argumentativa de modales aristocráticos hacía que cuando se equivocaba en el fondo, salvase la cara acertando en la forma. Al fin y al cabo, la forma no deja de ser una táctica. Una vez, con ocasión del éxito que tuvo una manifestación a favor del desarme nuclear, comentaba:

"[...] toda clase de periódicos, -de aquí y del extranjero- solicitaron y publicaron declaraciones acerca de nuestra causa que, hasta entonces, habrían rechazado. También creo que el espectáculo, incluso en fotografías, de tanta gente seria que no tenía el aspecto desastrado que los periódicos afirmaban que tendría, convenció a muchos de que nuestro movimiento no podía ser tachado de estallido emocional histérico." [p. 891]

Quizás fue esta característica, la elegancia, y la sensibilidad que podía expresar su corazón ante un paisaje natural, lo que determinó que se le concediese un Premio Nobel de Literatura a un matemático que hasta entonces no había escrito ninguna obra de ficción. Se le otorgó por razones que hubiesen encajado más con el Premio Nobel de la Paz ("ideales humanitarios"), y ciertamente su dedicación fue para prevenir contra las guerras a un mundo que amaba, del que siempre esperó mucho más, aunque al final de su vida defendiera ese optimismo con menos convencimiento. A pesar de los golpes que la (in)humanidad le había infligido, no cesó en su aspiración de cambiar el mundo aportando su granito de arena.

El porte del sabio canoso que fumando en pipa y con un traje impoluto habla sobre lo que los poderosos no quieren oír, es la imagen y el legado que este gigante de la filosofía moderna nos ha dejado. Un gigante que no dudó en hacer sentadas con sus estudiantes para atacar con una divertida y fina ironía a la nobleza de la que provenía.

INFANCIA

Sus padres, intelectuales y políticamente activos, apoyaban el sufragio femenino, el control de la natalidad y mantenían a sus hijos lejos de "los males de una educación religiosa" [22]. Él mismo se implicaría personal y políticamente en esos mismos objetivos cuando creciese. Pero sus padres no lo verían pues murieron pronto a causa de enfermedades como la tuberculosis, y pasó a ser criado por su abuela que era una mujer piadosa y puritana, y que pese al ateísmo de Bertrand Russell, conformó en gran manera su forma de ser.

"A partir de los catorce años, las limitaciones intelectuales de mi abuela empezaron a resultarme difíciles de soportar, y su moralidad puritana comenzó a parecerme excesiva [...] Pero, en un examen retrospectivo, a medida que he ido envejeciendo, he comprendido cada vez más la importancia que ella tuvo en cuanto a moldear mi visión de la vida. Su intrepidez, su espíritu cívico, su desprecio por los convencionalismos y su indiferencia por la opinión de la mayoría siempre me han parecido buenos y han quedado impresos en mí como dignos de imitación. Me regaló una Biblia con sus textos preferidos escritos en la guarda. Entre ellos estaba éste: "No seguirás a una multitud para hacer el mal". El énfasis que ella ponía en este texto me llevó, más adelante en la vida, a no sentir temor por pertenecer a las pequeñas minorías."

Su infancia fue una fase muy placentera, sin embargo la adolescencia estaba llena de inseguridades hasta el extremo de que llegó a pensar en el suicidio.  [p. 60]

"Ha de entenderse que toda mi vida mental estaba profundamente sepultada, y que ni el más leve signo de ella asomaba en mis relaciones con otras personas. Socialmente, yo era tímido, infantil, torpe, bien educado y amable. Miraba con envidia a quienes se desenvolvían en el terreno social sin angustiado embarazo."
ADOLESCENCIA Y PÉRDIDA DE LA FE RELIGIOSA

Como a cualquier adolescente, el despertar sexual vino a acrecentar esas inseguridades, que sumadas a las prohibiciones de sesgo religioso, hicieron que viviese una lucha interna entre lo que pensaba y lo que se suponía que debía pensar. Se distraía continuamente con erecciones que no le dejaban concentrarse y cayó "en la práctica de la masturbación" por lo que se avergonzaba bastante. Espiaba a las doncellas y llegó a considerarse a sí mismo como un depravado y un monstruo. Y de alguna manera cuasi-freudiana, deja entrever que sus intereses más trascendentales, primero la poesía y la naturaleza, y después la religión y la filosofía, eran consecuencia de ese ímpetu sexual reprimido que necesitaba sublimar de alguna manera.

No me resulta difícil identificarme con la descripción del abandono de la fe. Meditado a temprana edad, lleno de inquietudes e indagaciones existencialistas que lo tenían sumergido en constantes debates internos y que reflejaba en un diario como sucedáneo de comunicación con el mundo. Allí reflejaba su angustia y búsqueda de la fe religiosa, pues quería racionalizar su creencia, pero le costaba y se resistía a verse como ateo, aunque lo sospechaba. Tampoco sería de extrañar que la gravedad con que la religión juzgaba la sexualidad  ayudara a su conversión en ateo. 

"A esa edad [quince años] inicié una investigación sistemática sobre los supuestos argumentos racionales  en favor de las creencias cristianas fundamentales. Pasé innumerables horas meditando sobre este tema; pero no podía hablar con nadie al respecto por temor a herir sus sentimientos. Sufría agudamente, tanto por la gradual pérdida de la fe como por la necesidad de guardar silencio. [...]Unos dos años más tarde llegué a la convicción de que no hay vida después de la muerte, pero aún creía en dios, porque el argumento de la "primera causa" parecía irrefutable. Sin embargo, a los dieciocho años, poco antes de ir a Cambridge, leí la Autobiografía de Mill, donde hallé un párrafo en el que refería que su padre le había enseñado que la pregunta "¿Quién lo hizo?" no tiene respuesta, ya que inmediatamente sugiere otra pregunta: "¿Quién hizo a Dios?". Esto me llevó a abandonar el argumento de la "primera causa" y a convertirme en ateo." [p. 57]

En dicho diario, "Ejercicios de griego", también se descubre tempranamente como utilitarista imparcial [p. 62], propenso a querer el bien de sí mismo tanto como el de un familiar o el de un extraño [p. 72]. Pero ese tipo de utopías no tardarían demasiado en caer. La experiencia de tener una familia, establecería sentimientos preferenciales difíciles de ocultar. Lo mismo ocurriría con el tipo de educación sin prohibiciones que intentaría con sus propios hijos: una cosa es querer una educación alternativa a la férrea ortodoxia educativa de su tiempo, y otra esperar que los niños usen el sentido común sin control parental, como veremos más adelante.

La universidad lo liberó de esa frustrante timidez. El hecho de poder expresar sus inquietudes más íntimas y que no se le respondiese "con horror o burla, sino como si hubiera dicho algo muy sensato, fue verdaderamente embriagador" [p. 93].

SU PRIMER MATRIMONIO Y SU ATEÍSMO "MÍSTICO"

Bertrand Russell se casó con la vecina de un tío suyo, Alys Pearsall, hija de cuaqueros y previsiblemente algo pacata en cuanto a sexo. Ambos llegaron vírgenes al matrimonio, y durante el mismo él intentó suavizar el rigor de su mujer en cuestiones religiosas y sexuales, cosa que según confiesa no tardó en lograr. Sin embargo, su enamoramiento no duró mucho y pronto se distanciaron tanto en la alcoba como en el cariño. Ella le seguía queriendo, pero él cada vez la veía más parecida a su suegra a la que consideraba "una de las personas más perversas" que había conocido [p. 222]. Parece ser que la madre de Alys maltrataba a su marido, y consideraba el sumun de la virtuosidad resistirse a los impulsos sexuales masculinos. Esa fobia sexual le hacía presumir de ser mejor que el resto de las personas, e incluso "llevaba ella el feminismo hasta tal extremo que le resultaba difícil conservar el respeto a la deidad, puesto que era varón".

Y aunque durante ese primer matrimonio no hubo descendencia, sí se germinó una de sus primeras obras y sin duda su más importante contribución a la disciplina matemática: "Principia Mathematica". A pesar del reconocimiento mundial, parece que pocas personas lo entendieron realmente. Quizás las aspiraciones de su obra magna estaban condenadas al fracaso. A través de lo que se conoce como filosofía analítica, intentó que las matemáticas pudieran ser deducibles y reductibles a algo todavía más puro que se escondía en sus principios básicos: la lógica. Para ello necesitaba desprenderse del mismísimo lenguaje, la gramática, como si esta fuera una capa engañadiza tras la que se escondían los principios lógicos que él buscaba.

Fue una época de angustia y "negra desesperación" [p. 217]. En lo personal él intentó volver a tener relaciones sexuales como medio para recuperar un amor que ya no sentía. En lo intelectual, sufría altibajos existenciales. Al tiempo que abrazaba el ateísmo se dejaba llevar por experiencias místicas, casi religiosas. No queda muy claro si la causa de estos episodios de desesperación espiritual fuera su matrimonio o su trabajo, o quizás una combinación de las frustraciones que le daban tanto uno como el otro. Trabajaba en un proyecto que buscaba la estabilidad y orden absolutos. Pensaba que existía una lógica a la que podíamos reducir todo, y como si de un gran puzzle se tratara pudiéramos combinar todas las piezas en una única e inequívoca combinación, que nos daría como resultado lo que conocemos como principios matemáticos. Todo ese orden y claridad a la que aspiraba, contrastaba con su tumultuosa vida personal. Quizás, como él mismo indica, su matrimonio hubiese adormecido su lamento existencial, distrayéndolo de un vacío vertiginoso.

Justamente cuando presenció que, en cuestión de cinco minutos, su querido profesor, amigo y colaborador, Alfred Whitehead, estuvo a punto de perder a su mujer, a la que amaba y de la que dependía en grado sumo, cayó en la cuenta de que en cualquier momento él también podía caer por ese mismo precipicio de soledad.

"Al término de aquellos cinco minutos me había convertido en una persona completamente diferente. Durante algún tiempo me poseyó una especie de iluminación mística. Tenía la impresión de conocer los pensamientos más íntimos de todo aquel con quien me encontraba en la calle, y, aunque sin duda se trataba de una ilusión, me sentía realmente en más estrecho contacto que antes con todos mis amigos y muchos de mis conocidos. Habiendo sido imperialista, en aquellos cinco minutos me convertí en probóer pacifista. Habiéndome preocupado durante años exclusivamente la exactitud y el análisis, me sentí rebosante de sentimientos semi-místicos respecto de la belleza, profundamente interesado por los niños y con un deseo casi tan hondo como el de Buda por hallar alguna filosofía que hiciese soportable la vida humana. Me poseía una extraña agitación, que contenía un agudo dolor, pero también cierto elemento de triunfo, en virtud del hecho de que podía dominar el dolor y hacer de ello, según pensaba, una puerta de acceso a la sabiduría. La penetración mística que me imaginaba poseer se ha desvaído grandemente, y el hábito de análisis se ha reafirmado. Pero algo de lo que creí ver en aquel momento ha permanecido siempre conmigo, determinando mi actitud durante la primera guerra mundial, mi interés por los niños, mi indiferencia por las desdichas de menos monta y cierto tono emocional en todas mis relaciones humanas." [p. 218]

Esta "conversión" de 1901, como él mismo la denominara décadas después, nos da una idea de la fraseología cuasireligiosa a la que le gustaba recurrir. A pesar de sus ataques a la religión, Bertrand Russell frecuentó la compañía de creyentes [p. 421] y tuvo como aliados en sus luchas antiviolentas a cuaqueros a los que admiraba. Nunca desechó el lenguaje religioso en su forma de expresarse [p. 693], del que veremos más ejemplos en esta reseña ("amor intelectual a Dios", búsqueda de Dios", etc...). Rehuía, y se reía, del anticlericalismo purista que rechaza el uso de símbolos y expresiones religiosas como si se trataran de un virus. Eso le costaría algún que otro malentendido que él despachaba con una ligera ironía. En la redacción de su famoso libro "Por qué no soy cristiano", nos cuenta una anécdota que revela con claridad, la despreocupación con la que se tomaba el asunto, para perplejidad de creyentes y ateos.

"El último pasaje de mi última conferencia en Columbia me trajo problemas. En él decía que lo que el mundo necesita es "amor, amor cristiano, y compasión". La consecuencia de utilizar la palabra "cristiano" fue un diluvio de cartas de librepensadores, que deploraban el uso  del convencionalismo, y de cristianos, que me acogían en su rebaño. Diez años más tarde, cuando el capellán de la prisión de Brixton me dio la bienvenida con las palabras: "Celebro que haya visto la luz", tuve que explicarle que se trataba de un malentendido total, que mis opiniones no habían cambiado en absoluto y que lo que él llamaba ver la luz yo lo denominaba buscar a tientas en la oscuridad. [...] He hecho  todo lo que he podido para consolar a los no cristianos por el dolor que involuntariamente les infligí al utilizar laxamente el sospechoso adjetivo. [p. 731]"
Más agnóstico que ateo, aunque tal distinción no parecía preocuparle demasiado a la vista de que se calificó de las dos maneras en varias ocasiones, Bertrand Russell venía de la tradición del escepticismo, y rehuía aquello que pudiera sonar a dogmático. A pesar de sus conocidos escritos y citas en contra de la religión, contra la que se mostró explícito y directo, nunca llegó a ser un anti-teísta activista. Muy al contrario, no le importó reconocer la huella que su educación religiosa había dejado en él. Durante un viaje a Grecia en 1952, siendo un amante de la filosofía de la antigua Grecia, nos confesaba sin complejos lo siguiente:

"Nunca antes había estado en Grecia, y lo que vi me pareció sumamente interesante. Sin embargo, hubo algo que me sorprendió. Después de la impresión que me habían causado las grandes obras que todo el mundo admira, me encontraba en una pequeña iglesia correspondiente a la Grecia del imperio bizantino. Ante mi gran asombro, me sentía más a gusto en esta pequeña iglesia que en el Partenón o en cualquiera de los demás monumentos griegos de la era pagana. Comprendí que la visión cristiana del mundo influía en mí más de lo que había pensado. El influjo no era sobre mis ideas sino sobre mis sentimientos. Pensé que los griegos se diferenciaban del mundo moderno principalmente por la ausencia del sentido del pecado, y advertí con asombro que a mí también me afectaba en mis sentimientos, aunque no en mis ideas. Algunas obras griegas, no obstante, me emocionaron profundamente. Entre ellas, lo que más me impresionó fue el hermoso y compasivo Hermes de Olimpia." [p. 787]

Una última muestra de que, a pesar de ser firme y contundente a la hora valorar la religión como fuente de conocimiento, era flexible en su vida diaria con el hecho religioso, la podemos ver en su decisión de darle dinero a su yerno, un misionero que se iba a predicar el Evangelio a Uganda.

"Hacía mucho tiempo, desde mi último viaje a Estados Unidos, que no los veía. Desde entonces, mi yerno se había convertido en ministro de la Iglesia Episcopaliana [...] y se llevaba a toda su familia a Uganda, adonde iba designado misionero. Mi hija también se había vuelto muy religiosa y compartía absolutamente las aspiraciones de su marido. Yo, naturalmente, no simpatizaba mucho con ninguno de los dos en este punto. Cuando quise enviarles una suma de dinero antes de su viaje a Inglaterra, y para ello fui al Bank of England para ordenar la transferencia, mi solicitud fue recibida con sonrisas y a veces hasta con risas al ver a un ateo tan antiguo y empedernido deseando ayudar a alguien a convertirse en ministro del Evangelio. Pero estábamos de acuerdo en muchas cosas, en especial sobre política liberal, y yo amaba a mi hija y quería a su familia."
LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL O COMO PERDER LA FE EN LA HUMANIDAD

Sus vaivenes interiores no solo fueron en torno a la fe o al matrimonio, también lo siguieron hasta la I Guerra Mundial que lo marcó profundamente. Al ver cómo nos dejamos llevar por pulsiones de muerte y destrucción, se vio obligado a reconsiderar la naturaleza bondadosa de los seres humanos [p. 346] y tuvo que aceptar que en su mayoría estamos poseídos por una honda infelicidad que se desahoga en odios destructivos [p. 377]. Al principio, pensaba que la guerra estaba orquestada por dirigentes locos que tenían engañado a un pueblo amante de la paz. Sin embargo, con el tiempo, su opinión sobre el pueblo cambiaría.

En una carta al periódico Nation el 15 de agosto de 1914, denunciaba:

"Y toda esta locura, toda esta ira, toda esta maldita muerte de nuestra civilización y nuestras esperanzas, se debe a que un conjunto de caballeros dirigentes, de vidas lujosas, la mayoría estúpidos y todos sin imaginación ni corazón, han decidido que esto suceda antes que sufrir, ni uno solo de ellos, el más ínfimo desaire al orgullo de su país. [...] Limitados por formalismos que les impedían hacer o aceptar las pequeñas conclusiones que podrían salvar al mundo, al final se apresuraron, por ciego temor, a lanzar sus ejércitos a la tarea de la mutua carnicería."

Igualmente, en una carta abierta al presidente Wilson, escribía:

"Puede que parezca extraño que la opinión pública apoye todo lo que las autoridades hacen para proseguir la guerra. Pero este parecer es enormemente engañoso. La continuación de la guerra es activamente abogada por personas influyentes y por la prensa, que en todas partes se halla bajo control del gobierno. En otros sectores de la sociedad el sentimiento es muy diferente del que se expresa en los periódicos, pero la opinión pública permanece en silencio y desinformada, ya que aquellos que podrían servir de guía están sujetos a penas tan severas que pocos se atreven a protestar abiertamente, y los que lo hacen no tienen acceso a una amplia audiencia. Desde mi considerable experiencia personal, reforzada por todo lo que aprendo de otros, creo que el deseo de paz es prácticamente universal, no solamente entre los soldados sino también en las clases asalariadas, especialmente en la zonas industriales, a pesar de los altos salarios y el pleno empleo. Si se realizara un plebiscito nacional con la pregunta de si deben iniciarse negociaciones, estoy convencido de que una inmensa mayoría estaría a favor de esa alternativa, y lo mismo sucedería en Francia, Alemania y Austria-Hungría."

Sin embargo, para la fecha de publicación de este segundo volumen de su autobiografía, Lord Russell confiesa con hondo pesar que su visión de la humanidad es mucho más lúgubre:

"Ingenuamente, yo creía lo que afirmaban la mayoría de los pacifistas: que las guerras eran impuestas a la fuerza por gobiernos despóticos y maquiavélicos a una población reticente. [...] Con toda inocencia, yo pensaba que cuando el público descubriera cómo le habían mentido, se enfadaría; en lugar de ello, se mostró agradecido, ya que lo habían librado de la responsabilidad moral." [p.344]
Su pacifismo no era absoluto, como el de Gandhi, ya que consideraba que había guerras que merecía la pena lucharlas. No era equidistante, deseaba que Alemania perdiese. No apoyar a su país en la I Guerra Mundial (cosa que sí hizo en la segunda), no fue fácil para él ya que tuvo que superar "sentimientos de patriotismo" que hacían que su "amor por Inglaterra" fuese probablemente "el sentimiento más fuerte" que tenía [p. 347]. No soportaba la deriva bélica y nacionalista de todas los países, incluido el suyo, y no quiso ser cómplice "del crimen cometido por todas la naciones en guerra [p. 379]". Llevó su opinión hasta el final y pasó por la cárcel.

En el clima prebélico que se gestaba, su opción pacifista era una exigencia moral para distanciarse de la escalada de odio e ignorancia que se palpaba en las calles. Un pueblo que parecía que en principio no quería ir a la guerra terminó zambuyéndose en ella de manera ciega y entusiasta, demonizando al enemigo inmisericordemente. Cuando Bertrand Russell proclama que "no tiene ningún sentido pensar que los alemanes son unos malvados" [p348] recibía ovaciones entre el público. Pero después del hundimiento del Lusitania, la gente cambió de opinión y prevaleció el lenguaje de enfrentamiento. Los que abogaban por el apaciguamiento terminaron siendo vistos como cobardes o traidores, y fueron vilipendiados. Muchos terminaron siendo encarcelados, entre ellos nuestro insigne profesor, que aunque reconoce que en general la prisión es una experiencia traumática, él la supo aprovechar para sumergirse entre libros.

Toda su lucha en contra de la guerra no sirvió de mucho, como el mismo reconoce, pero al menos puso en práctica la enseñanza que su abuela le inculcara años atrás: disentir sin importarle las opiniones mayoritarias en contra. Eso le dio una entereza necesaria para liberarse de ciertos corsés, tanto políticos como intelectuales. Se libró de sí mismo, "del catedrático y del puritano", y se libró también de las falsas promesas de Wilson y de la Rusia bolchevique [p.379]. También empezó a escribir otro tipo de libros menos académicos, y en definitiva vio un nuevo renacer, "una nueva juventud".

Se cierra en este volumen una etapa de pesimismo existencialista, más influido por la desorientación un escéptico adolescente que despierta a un mundo hostil, que por la madurez del sabio que ha logrado comprender que vivir una vida mejor implica también luchar por un mundo mejor. El texto fue actualizado justo antes de su publicación en 1967, y se nos indica a pie de página que algunas de esas sombrías conclusiones ya no son compartidas (por ejemplo, su alusión al intelecto femenino que no encontraba o su dictamen de que la naturaleza significa más para él que sus seres queridos). Pero es de su redacción original, la dictada a su secretaria en 1931 [p. 555], de donde se saca una idea más exacta de lo que supuso esa sinsabor existencial que lo abrumaba, y que se acentuó con la llegada de la I Guerra Mundial. Cuando ésta llegaba a su fin, lejos de sentirse plenamente feliz, descubría que su activismo e incluso sus amores solo eran una excusa para rellenar el profundo vacío existencial que arrastraba desde pequeño. Un vacío lleno de constantes pensamientos de muerte, inseguridad, soledad, timidez y el descubrimiento de "la amarga verdad" que le impedía comunicar sus angustias para no ofender a un mundo que no se adaptaba ni a su forma de ser ni de pensar.

Cuando el resto de la gente celebraba el ansiado Armisticio, Bertrand Russell se hundía de esta forma [p. 375-376]:

Ya entrada la noche me quedé solo en las calles observando el humor de la muchedumbre, tal como había hecho en agosto cuatro años atrás. La multitud seguía siendo frívola, no había aprendido nada de este periodo de horror excepto aferrar poco de placer con mayor desenfreno que antes. Me sentí extrañamente solitario en medio del regocijo general, como un fantasma caído por accidente desde otro planeta. Es verdad que yo también me alegraba, pero no sentía nada en común entre mi alegría y la de la muchedumbre. Toda mi vida he deseado sentir esa unión con una gran masa de seres humanos que experimentan los integrantes de multitudes entusiastas. A menudo, este deseo ha sido tan fuerte que me ha llevado a la decepción personal. Me he imaginado sucesivamente como liberal, socialista y pacifista, pero, en el sentido más profundo, jamás he sido nada de esto: siempre el intelecto escéptico, cuando más deseaba su silencio, me ha susurrado la duda, me ha arrancado del fácil entusiasmo de los otros y me ha transportado a una soledad desoladora. Durante la guerra, mientras trabajaba con cuáqueros, no-resistentes, socialistas, mientras estaba dispuesto a aceptar la impopularidad y la incomodidad propias de compartir opiniones impopulares, les decía a los cuáqueros que en mi opinión muchas guerras a lo largo de la historia se justificaban, y a los socialistas que le tenía terror a la tiranía del Estado. Me miraban con recelo, y aunque continuaban aceptando mi ayuda sentían que yo no era uno de ellos. Detrás de todas las actividades o placeres que he sentido desde mi primera juventud, siempre ha estado al acecho el dolor de la soledad. He escapado de él casi por completo en los momentos del amor, pero incluso entonces, pensándolo bien, me doy cuenta de que esta huida ha sido en parte una ilusión. No he conocido mujer alguna para quien la llamada del intelecto haya sido tan absoluta como lo es para mí, y cuando intervenía el intelecto, descubría que faltaba la comprensión el cariño que busco en el amor. Aquello que Spinoza llama "el amor intelectual a Dios" ha sido para mí el mejor motivo para vivir, aunque no he tenido siquiera el dios vagamente abstracto -que Spinoza se permitía- a quien dedicar mi amor intelectual. He amado a un fantasma, y al hacerlo mi ser más profundo se ha vuelto espectral. Por lo tanto lo he ido enterrando más y más hondo, bajo capas de jovialidad, afecto y alegría de vivir. Pero mis sentimientos más profundos han permanecido siempre solitarios y no han encontrado compañía en las cosas humanas. El mar, las estrellas, el viento nocturno en parajes desolados, significan más para mí que los seres humanos que más quiero, y soy consciente de que para mí, en el fondo, el afecto humano es un intento de escapar de la vana búsqueda de Dios."

Paradójicamente, la razón de ese pesimismo no era sino la profunda necesidad de creer en el ser humano. Ese amor intelectual a dios, no es sino una manera de decir que estaba enamorado de la bondad humana, de la belleza, de la música, del arte y de todo lo que le demostraba que podíamos ser dichosos. En ese sentido, Bertrand Russell tenía fe en la humanidad, pero la I Guerra Mundial la fue erosionando. Russell no podía disfrutar de su existencia si previamente no hacía las paces con el mundo. Buscaba cierto tipo de justicia trascendente, una especie de promesa de que un mundo mejor era posible. A falta de una creencia religiosa, usaba una jerga mística en momentos de desesperación como la guerra, pero también en momentos de paroxismo como cuando disfrutaba de la naturaleza. Dentro de su familia lo recuerdan por esos momentos de delectación ante la naturaleza, y no por sesudas reflexiones filosóficas.

En una carta a su amante Constance Malleson (Colette) volvía a dejarnos un bello párrafo que nos indica que hay cosas más importantes que el amor personal, y que precisamente si las conseguimos, también salvaremos ese amor que tanto nos importa. Si tenemos una sólida paz interior, (que en el caso de Russell dependía de la paz en el mundo) seremos capaces de transmitirla a nuestros seres queridos. El amor por el mundo debe ser el comienzo de un camino que termina en el amor personal, no a la viceversa. Para el filósofo inglés, amar a una persona no podía significar casarse y encerrarse a ser felices en una casa de campo alrededor de la chimenea. Muy al contrario, significaba que su amor le ayudase a descubrir que uno también puede amar al mundo, a la humanidad. Dicho de manera más sencilla, que la existencia merece la pena. Estos escritos podrían considerarse el germen de los actuales de autoayuda, aunque sin la sospecha de ser un fraude intelectual o predicar las pseudociencias.

"He odiado a muchas personas en el pasado. Aún hablo con facilidad el idioma del odio, pero ahora ya no odio verdaderamente a nadie. El fracaso es lo que hace que uno odie a la gente, y ahora ya no tengo la sensación de fracasar en nada. Nunca nadie tiene por qué ser derrotado. Está en uno mismo el hacerse invencible. [...] 

Pero existe un mundo de paz, se puede vivir en él sin dejar de hacer frente a todo lo malo del mundo. ¿Sabes cómo a veces caen todas las barreras de la personalidad y uno queda libre para absorver el mundo entero? La noche, las estrellas y el viento, todas las ilusiones y pasiones de los hombres, la lenta evolución a lo largo de los siglos, y hasta los fríos abismos del espacio se tornan amistosos. <E il naufragar m´e dolce in questo mare> [naufragar me es dulce en este mar]. Y a partir de este momento una especie de paz fundamental invade todos nuestros sentimientos, hasta nuestros sentimientos más apasionados. Lo sentí la otra noche, a la orilla del río; pensé que tú me dejarías; sentí que si lo hacías yo perdería lo más maravilloso que jamás me ha sucedido, y sin embargo mantenía esa paz fundamental, final, si no la hubiese mantenido, te habría perdido entonces. No puedo soportar la pequeñez y el encierro de las cosas meramente personales. Quiero vivir siempre abierto al mundo, quiero que el amor personal sea como un faro de fuego que ilumine la oscuridad y no un tímido refugio del frío, como lo es a menudo.

VIAJE A RUSIA O COMO PERDER LA FE EN EL COMUNISMO

Situado más bien en la izquierda, pero nunca seducido por el marxismo, se atrevió a creer en utopías y posibles mundo alternativos, pero quiso hacerlo con los pies en la tierra, y por eso viajo al país que prometía liberarnos de tiranías económicas y políticas. Su visita a Rusia fue iniciada asumiendo que se encontraría con "el sufrimiento físico, la incomodidad, la suciedad y el hambre, todo ello soportable gracias a un ambiente espléndido, lleno de esperanzas para la humanidad [p. 481]". Pero lo trataron  con todo tipo de lujos, y vio todo tipo de miserias bajo una atmósfera de opresión que hacía el aire tan pesado como el plomo. Quería creer en las promesas revolucionarias, pero no lo conseguía del todo. Le asaltaban dudas sobre si el fin justificaba los medios, pero él, que nunca había pasado hambre, le costaba criticar a unos hombres que, aunque pendencieros y llenos de "teorías simplistas y explicaciones fáciles para todo" [p. 482], habían conseguido dejar atrás el antiguo régimen tan detestable de los zares.

"¿Pero acaso el hambre y la necesidad conducen a la sabiduría? ¿Acaso hacen al hombre más capaz de concebir la sociedad ideal, inspiración obligada de todo reformista? No puedo evitar pensar que más que agrandar el horizonte lo estrechan, pero me queda una incómoda duda que me deja dividido..."

Se quedó fascinado por "el amor de los bolcheviques por la producción en serie" y la constante organización para todo. El frío no solo era climatológico. La maquinización y el "evangelio de industrialización y trabajos forzados" [p. 483] estaba creando una sociedad helada de puro utilitarismo, "indiferente hacia el amor, la belleza y la vida impulsiva" [p. 482]. Sus críticas a Rusia fueron muy duras, y pensó si debía publicarlas o no, ya que "escribir algo en contra de los bolcheviques era, claro está, hacerle el juego a los reaccionarios [p. 505]". Pero el que no cedió ante las presiones del patriotismo tampoco cedería a los temores de ser acusado de antirevolucionario. Al fin y al cabo, tampoco se puede decir que lo fuera [p. 564], ni en la práctica ni en la teoría. El título de su libro, producto de su visita a la URRS, así lo atestigua: "La práctica y la teoría del bolchevismo".

En la práctica se limitaba a reconocer que la revolución rusa fue un experimento para salir del antiguo régimen. Pero a pesar de todo lo que vio en Rusia en 1920, mantenía su apoyo a los sueños utópicos soviéticos, aunque tapándose la nariz y mirando hacia el horizonte donde deberían germinar los dulces frutos de las amargas semillas que ahora se estaban plantando. En la teoría sería mucho más contundente. Muchos filósofos marxistas han condenado el "experimento comunista" como una praxis fallida, dejando incólume los elementos fundacionales. Bertrand Russell no. Él estaba convencido de que la mismísima teoría marxista estaba profundamente equivocada. Creía en el libre comercio desde muy joven ("El libre comercio es para mí la última pieza de sano internacionalismo que nos queda; si desapareciese, me sentiría inclinado a cortarme el cuello" [p. 255]). Lo expuso muy tempranamente en 1896, y posteriormente en su libro "¿Por qué no soy comunista?" de 1956. Poca gente conoce que ese libro tuvo el título original de "¿Por qué soy anti-comunista?", más contundente que con el que se hizo famoso y que contenía textos anteriores de 1954 bajo el título de "El fraude Marxista":

"Por lo que a mí respecta, creo que los principios teóricos del comunismo son falsos, y pienso que la práctica de sus máximas aumenta inconmensurablemente la miseria humana. Los principios teóricos del comunismo provienen, en su mayoría, de Marx. Mis objeciones a Marx obedecen a dos motivos: uno, que era una mentalidad confusa; otro, que su pensamiento estaba casi enteramente inspirado por el odio. [...] La teoría de Marx era bastante mala; pero el desarrollo que ha experimentado con Lenin y Stalin la ha hecho mucho peor."

Tan solo cuatro años después de su viaje a Rusia, escribió que el dirigente revolucionario Lenin le pareció algo dogmático y cruel, pero que eso era importante para un gran hombre de estado como él, y que en cualquier caso tenía "una mente ordenada y creativa". Sin embargo, en 1967 (la introducción al capítulo de Rusia data de esa fecha salvo algún párrafo convenientemente referenciado [p. 467]) parece que guardaba un mal recuerdo de Lenin, el cual le decepcionó por sus "limitaciones intelectuales" y su estrecha ortodoxia marxista [p. 485]. Estos virajes denotan un paulatino desencanto con el sueño comunista. Sus esperanzas en la URSS terminaron definitivamente cuando "la fría e inhumana cordura del Kremlin de Stalin" empezó a rivalizar con la Alemania nazi de Hitler [p. 356].

En 1941 escribiría:

"No me cabe duda de que el Gobierno soviético es aún peor que el de Hitler, y sería una desgracia que sobreviviera [p. 689]. [...] Yo consideraría el socialismo, en su forma más suave, como un desarrollo natural de la tradición cristiana. Pero Marx está junto a Nietzsche como apostol de la ruptura, y por desgracia el marxismo ha triunfado entre los socialistas [p. 691].

[...] En 1948, las potencias occidentales se propusieron la creación de una unión que debería ser el germen de un Gobierno Mundial. El Partido Conservador lo aprobó y deseaba que Gran Bretaña se adhiere al proyecto. El Partido Laborista, después de ciertas dudas, se opuso al plan, pero dejó a sus afiliados libertad para aprobarlo a título personal según lo creyeran conveniente. Yo me uní al proyecto, atacando, tal vez en exceso,  a uno de los escasos comunistas presentes en el congreso internacional reunido en La Haya para debatir el plan. En su discurso, el hombre sostuvo que los comunistas poseen una ética más elevada que el resto de la gente. Esto tenía lugar justo después de la caída del gobierno democrático de Checoslovaquia [...].

Incluso algo más tarde, cuando EEUU tensaba la carrera armamentística, Russell concedía que la peligrosa Rusia debía ser incluida en las negociaciones de desarme, aunque siempre se mostraría receloso de hacerle el juego a los comités pacifistas financiados por la URSS que trataban de imponer una agenda política en Occidente. Quizás la muerte de Stalin, o quizás más probablemente, la histeria anti-comunista del macartismo que se respiraba en EEUU durante la Guerra Fría, ayudó a que rebajase su lenguaje anti-comunista.

En mi opinión, los extractos que añado a continuación dan una idea de cómo, al menos inicialmente, Russell compatibilizó la repulsión de un sistema con la necesidad del mismo:

"Tolero el régimen actual porque odio el anterior, pero por sí mismo nunca llegará a gustarme. Sin embargo, me reprocho el que no me guste. Tiene todas las características de los comienzos impetuosos. Aunque lleno de energía constructiva y fe en el valor de lo que está creando, es brutal y desagradable. Dedicado a construir una nueva maquinaria para la vida social, solo tiene tiempo para pensar en máquinas. Una vez construido el cuerpo de la nueva sociedad habrá tiempo suficiente para pensar en darle un alma." [p. 481]

[...] "mi estancia en Rusia fue una pesadilla en continuo aumento. [...] Crueldad, pobreza, sospechas y persecuciones [...] escuchabamos disparos y sabíamos que estaban matando a los idealistas encarcelados. [p.475] [...] Astrakan me pareció lo más cercano al infierno que jamás haya imaginado. [p. 477]"

[...] "aborrezco a los bolcheviques, mi estancia en Rusia ha sido muy penosa, a pesar ser una de las cosas más interesantes que jamás he hecho. El bolchevismo es una tiranía burocrática y cerrada, con una red de espionaje más elaborada y temible que la del zar y un aristocracia igualmente insensible e insolente compuesta de judíos americanizados. No queda ni un vestigio de libertad para pensar, hablar o actuar. Me sentí ahogado y oprimido bajo el peso de la maquinaria, como si una bóveda de plomo se tratara. No obstante, creo que es el mejor gobierno que Rusia pueda tener en estos momentos." [p. 501]
Posteriormente, no tardaría en condenar todo el sistema sin paliativos, incluso apoyar una amenaza de guerra nuclear preventiva para conseguir que la URSS se desarmara y dejase de ser un peligro para la humanidad [p. 713]. Sin embargo, y al margen de que negara haber dicho esto (todavía parece que hay polémica en torno al asunto), suavizaría su postura anti-comunista para atacar a EEUU durante la Guerra Fría, como veremos cuando analicemos la época de las movilizaciones por el desarme nuclear.

CHINA


Su viaje a China, en 1922, fue mucho más feliz. Para empezar fue con su amante, Dora, y los chinos la trataron como si fuera su mujer sin mayores preguntas. Los "primeros meses en Pekín fueron una época de total y absoluta felicidad" [p. 509]. Y por lo visto también fue mucho más productiva, pues mientras en Rusia no consiguió cambiar nada, en China al menos con sus conferencias "había logrado que los enfurecidos chinos pensaran que no todos los ingleses eran viles" [p.512]. A todo ello colaboró el humor chino que le "resultaba muy agradable", aunque quizás, especulaba Russell mucho tiempo después, en 1967, "el comunismo lo haya matado". Incluso la religión china le resultaba simpática:

"La religión china es curiosamente alegre. Al llegar a un templo le dan a uno un cigarrillo y una taza de aromático té. Luego le muestran el lugar. El budismo, que uno considera ascético, es aquí bastante alegre. Los santos tienen grandes barrigas, y se los describe como personas que disfrutan a fondo de la vida. Nadie parece creer en la religión, ni siquiera los sacerdotes; sin embargo, se ven muchos templos, nuevos y ricos."

Pero tanta simpatía podía suponer demasiada ligereza a la hora de enfrentar peligros futuros. Aunque Bertrand Russell en 1922 no pudiese saber que China se convertiría en comunista a mitad de siglo XX, su advertencia les podría haber servido:

"Los chinos me recuerdan constantemente a Oscar Wilde en su primer juicio, cuando creyó que con humor uno podía salvarse de cualquier situación y se encontró con las garras de una gran fiera que no daba ninguna importancia a los valores humanos [p. 529]."
No se sabe si producto del humor, la mala intención o una deficiente traducción, se le dio por muerto durante un par de días. Aún siendo cierto que había estado gravamente enfermo de una pulmonía, lo que casi le mata es ver su defunción anunciada en un periódico japones.

SU SEGUNDO MATRIMONIO Y LA PREOCUPACIÓN POR LA EDUCACIÓN INFANTIL

Fue con su segunda esposa, Dora, con quien tuvo su primer hijo en 1921. Antes de eso sus inquietudes, eran estríctamente intelectuales. En el área matemática soñaba a lo grande, como "descubrir algún sabio secreto" que poder contarle al mundo para hacerlo un lugar mejor. No solo por el mundo, sino también por él mismo, para sentir que su vida no había sido en vano. En lo social, debido a la guerra y al desencanto con Rusia, había atemperado sus esperanzas de que el ser humano pudiese encontrar la forma de ser feliz sin dañar al prójimo.

"Sin embargo, poco a poco, el ardor se fue enfriando y las esperanzas desvaneciendo; no cambié mis ideas respecto a cómo ha de vivir el hombre, pero las sostuve con menos ardor profético y menos expectativas de tener éxito en mi campaña."

Desde que se convirtió en padre, los siguientes diez años se centraron en su paternidad que trató de ejercer con felicidad y responsabilidad. Pero en sintonía con su forma de ser, trató de hacerlo rompiendo tabúes y convencionalismos en materia educativa. Junto con su nueva mujer, fundó una escuela donde experimentaría una nueva pedagogía muy diferente a la que reinaba en su tiempo. Quisieron alejarse de las rígidas restricciones a la libertad y la inspiración religiosa que abundaba en Nueva Inglaterra, aunque dirigir y mantener una escuela de ese tipo siempre tenía a Russell en vilo pendiente de nuevos ingresos.

"En el año 1927, Dora y yo decidimos, [...] fundar una escuela propia donde nuestros hijos pudieran educarse como mejor quisiéramos. [...] de un lado nos disgustaba la gazmoñería, la instrucción religiosa y las muchas restricciones a la libertad que se dan por supuestas en las escuelas tradicionales; de otro, no estábamos de acuerdo con la mayor parte de los educadores "modernos", que no daban importancia a la instrucción escolástica y defendían la teoría de prescindir totalmente de la disciplina. Entonces, nos propusimos juntar un grupo de unos veinte niños, de edades parecidas a las de John y Kate, con la idea de contar con los mismos niños a lo largo de todos sus años escolares."

El autor se queja de que uno de los motivos del fracaso de dicha escuela era que les tocó "una proporción de niños problemáticos mayor de lo normal":

"Tendríamos que haber estado en guardia frente a esta trampa, pero al principio agradecíamos la llegada de cualquier niño. Los padres que estaban dispuestos a probar nuevos métodos eran aquellos que habían tenido problemas con sus hijos. [...] Cualesquiera que fueran las causas, los niños eran crueles y destructivos. Dejarlos en libertad era los mismo que establecer un reino del terror en el que los fuertes hacían sufrir y temblar a los débiles. Una escuela es como el mundo: sólo el gobierno puede evitar la brutalidad y la violencia. [...]

En retrospectiva, creo que mucho de los principios que regían la escuela eran erróneos. Un grupo de niños pequeños no puede estar feliz sin una cierta medida de orden y rutina. Dejados a su aire, se aburren y se vuelven agresivos y destructivos. En su tiempo libre, siempre tiene que haber un adulto que les proponga un juego o una diversión, proporcionándoles la iniciativa que no se puede esperar de niños de corta edad.

Otro aspecto que salió mal fue que se creía que había más libertad de la que en realidad existía. Por ejemplo, no la había cuando se trataba de salude higiene. Los niños tenían que bañarse, lavarse los dientes y acostarse a la hora indicada. Es cierto que nunca dijimos que habría libertad en ese tipo de cosas, pero la gente necia, en particular los periodistas en busca de sensacionalismo, creían o decían que nosotros defendíamos una total ausencia de limitaciones y obligaciones."
Antes de la escuela de Beacon Hill, la preocupación de Russell por la educación se plasmó en un libro de gran acogida popular en 1926 que se titulaba "Sobre la educación en la primera infancia". Curiosamente, aunque ambos proyectos, la escuela y su libro sobre la educación, versaran sobre la misma cuestión, en sus memorias no es tan exigente con su libro, del que solo dice que era algo optimista y que:

"[...] en cuanto a sus valores no encuentro nada de que retractarme, aunque pienso que los métodos que proponía para los niños pequeños eran excesivamente severos."
Pocos años después, en 1929, publicaría su libro "Matrimonio y moral" que supondría un golpe a las costumbres sexuales y roles de género que imperaban en su época. En él se defendía que la fidelidad no era ningún deber, y que las aventuras sexuales debían tolerarse mientras los cónyuges pudieran seguir siendo amigos. Coherentemente, tanto él como Dora tuvieron aventuras extramatrimoniales. Los más puritanos lo consideraron algo pecaminoso, y afilaron sus plumas para atacar a quien estaba corrompiendo a los jóvenes con sus libros. Esta fue la base de una querella que pretendió, y consiguió, que no le contratasen en Nueva York. Esto lo veremos posteriormente..

Parece ser que la falta de compromiso y la infidelidad tenían sus límites, y lo que antes era virtuoso pasó a ser intolerable. Cuando Dora quedó embarazada, no una, sino dos veces de otro hombre, Russell decidió abandonar la escuela, divorciarse, y casarse por tercera vez con su amante, Patricia Spence, que para desesperación de Dora era la encargada de sus niños en la escuela.

SEGUNDA GUERRA MUNDIAL: UN PACIFISTA APOYANDO UNA GUERRA

Después de reconocer que había fracasado como padre, se le despertó de nuevo el hambre de asuntos públicos, allá por finales de los años 30. Oficialmente seguía siendo un pacifista, pero sus esfuerzos se centraban más en conseguir un gobierno mundial que impidiese, si fuera necesario por la fuerza, las guerras entre Estados. Para entonces Alemania estaba resurgiendo de sus cenizas como un peligroso pájaro de fuego, y eso pondría a prueba su activismo pacifista. La doctrina de la no violencia solo es eficaz si los que ejercen el poder conservan un mínimo de empatía, "y es evidente que los nazis sobrepasaron dicho límite" [p. 604].

Tener que apoyar una guerra mundial, cuando hacía décadas ya había rechazado otra, le supuso tragar con ruedas de molino [p. 674, 684, 686].

"Todo mi ser se hallaba implicado en la oposición a la primera guerra mundial, mientras que al apoyar la segunda, mi yo estaba dividido [p. 605]."
[...]
 "Antes había sido capa de considerar la posibilidad de una supremacía de la Alemania del Káiser con reticente aquiescencia; pensaba que, aunque fuese algo malo, no era tan malo como una guerra mundial y sus secuelas. Pero la Alemania de Hitler era otra historia. Los nazis me parecían repugnantes, eran crueles, fanáticos y estúpidos. Moral e intelectualmente también me resultaban odiosos. Pese a que me aferraba a mis convicciones pacifistas, cada día me era más difícil mantenerlas. [...] decidí, de una vez para siempre y con plena conciencia, ayudar en todo lo necesario para conseguir la victoria en la segunda guerra mundial, por más difícil que resultara conseguirla y por más dolorosas que fueran sus consecuencias."

Esta transformación no fue de la noche a la mañana, y en realidad tampoco fue tan grande, sólo fue "un cambio cuantitativo y un desplazamiento del énfasis". Al fin y al cabo él nunca se adscribió al "credo de la no violencia de manera absoluta". Tampoco fue exclusivamente de corte pacifista, pues también abandonó otros ideales imposibles: la libertad sexual sin celos y la ausencia de autoridad en la educación de los más pequeños.

"En la escuela comprobé que para evitar la opresión de los débiles era necesario el firme y decidido ejercicio de la autoridad. [...] En mi segundo matrimonio, intenté observar ese respeto a la la libertad de mi mujer que yo consideraba que me imponían mis creencias. Sin embargo, comprobé que mi capacidad de perdonar y de aquello que puede llamarse amor cristiano no estaba a la altura de mis exigencias, y que insistir en un empeño imposible me hacía mucho mal, sin que por ello se alcanzara el bien deseado para los demás. Cualquiera me hubiese podido decir esto de antemano, pero yo estaba totalmente cegado por la teoría [p. 604]."
NORTEAMÉRICA 1938-1944 Y EL CASO CONTRA RUSSELL
En 1938 zarparon rumbo a Norteamérica donde encontró trabajo en Chicago, y luego en Los Ángeles, donde se hizo catedrático. Sus hijos John y Kate, que tuvo con Dora, fueron a visitarle con tan mala suerte que estalló la Segunda Guerra Mundial y se quedaron atrapados en EEUU. Russell dejó su trabajo en Los Ángeles por una oferta mejor en Nueva York, pero cuando se enteró de que el de Nueva York no era firme, escribió para recuperar su trabajo en la Universidad de California. Era demasiado tarde, el rector había visto el cielo abierto cuando Russell dijo de irse, pues sus contribuyentes cristianos no deseaban financiar a un filosofo que no era partidario de castigar a los niños pequeños que son pillados masturbándose [p. 644]. Él también estaba atrapado en EEUU. A cargo de la educación de tres hijos, y sin sustento pues ya nadie quería contratarlo debido a una caza de brujas que se montó contra él: el caso de Bertrand Russell contra el College of the City of New York dio la vuelta al mundo. Católicos y judíos no perdonaban la naturalidad con la que hablaba sobre sexo antes del matrimonio, y una mujer aprovechó la coyuntura para interponer una querella al ayuntamiento (del que dependía la institución), como responsable de querer contratar a un filósofo promiscuo y extranjero que corrompería a su hija. Merece la pena señalar que las asignaturas que tenía previstas enseñar, eran de lógica, ajenas por tanto a sus opiniones sexuales.

La comunidad académica laica salió en su defensa, pero eran muchas más las influencias de ese "satélite del Vaticano" que supo organizar las huestes de católicos e irlandeses, en periódicos, iglesias, municipios, revistas y allá donde podían tener influencia.

"Los propietarios de las salas se negaban a alquilarlas para mis conferencias, y dondequiera que hubiese aparecido en público probablemente hubiese sido linchado por turbas de católicos con la total aprobación de la policía."

El resultado fue que durante un tiempo, el conde Russell estuvo privado de ingresos en EEUU y tampoco tenía acceso al dinero de Inglaterra pues la guerra lo impedía. El que ostentara un título nobiliario daba una falsa impresión de sus posibles y en alguna ocasión Lord Russell tuvo "que viajar a Nueva York con el billete de ida y pagar la vuelta con los honorarios de la conferencia" [p. 649] y estuvo dispuesto a aceptar "cualquier trabajo honrado que le [me] procurase el sustento básico para tres personas" [p. 693].

Entre tanto llegó un éxito repentino e inesperado de su libro Historia de la Filosofía Occidental, que se convirtió en su "principal fuente de ingresos durante muchos años" [p.649]. Algunos cuestionaron su imparcialidad, pero él decía que ésta no existe, y que es más honesto reconocer los sesgos y que "los lectores insatisfechos busquen opiniones contrarias" [p. 650].

Décadas más tarde, aquellas acusaciones ridículas sobre el peligro de corrupción moral que representaba Bertrand Russell, seducirían a la juventud que acudía a sus charlas esperando oír alguna expresión escandalosa del viejo iconoclasta que estaban deseando aplaudir frenéticamente. La revolución sexual estaba en marcha, y ya era imparable.

EL GOBIERNO MUNDIAL

Una vez se vislumbraba el final de la guerra, incluso mucho antes, Bertrand Russell soñaba y trabajaba por la instauración de un gobierno mundial que monopolizase el uso de la fuerza. Solo en defensa de ese gobierno estaría dispuesto a prestar su apoyo para reprimir a los rebeldes nacionalistas que pudieran querer cambiar el nuevo orden mundial. Obviamente esto nunca llegó ni siquiera a plantearse seriamente por parte de los ganadores de la guerra, pero por lo visto era un tema recurrente entre los intelectuales de entonces.

En 1942, en una carta privada a Ely Culbertson, reconocía que ese era "de lejos el asunto más importante del momento" [p. 696] y estaba dispuesto a apoyar cualquier plan que pudiera tener éxito para la constitución de dicho gobierno. Para que ese proyecto tuviese posibilidades hacía ciertas consideraciones, que de manera casi premonitoria, fueron muy parecidas a las que se tuvieron en cuenta cuando se creó la ONU. Pero eso distaba mucho de ser lo que él defendía con la expresión "gobierno internacional" o "gobierno mundial". La ONU fue una forma de organizarse los vencedores, muy parecida a como se organizaba la previa y fracasada "Sociedad de Naciones" que fue incapaz de frenar la II Guerra Mundial. La ONU "por sí misma, no es apropiada para trabajar por la paz. [p. 952]".

ARMAS NUCLEARES, VIETNAM Y LA GUERRA FRÍA

Terminada la guerra, su principal preocupación fue luchar arduamente hasta el final de sus días contra las armas nucleares. Para él era evidente que era cuestión de tiempo y probabilidad ("una certeza estadística" [p. 894, p. 973]) que se desatara una guerra atómica que acabara con toda la civilización. Y se sentía frustrado porque habiendo tanta gente que compartiese su razonamiento no pasara a la acción, y se sentaran a observar el desenlace final como si este fuera inevitable. Argumentos tales como que "el hombre no será tan necio", después de haber sucedido Hiroshima y Nagasaki, desesperaban al atemperado inglés. Muchos le aplaudían, pero pensaban que era una cuestión que deberían arreglar la futuras generaciones [p. 712], cuando el temía precisamente que exterminaran el futuro mismo.

Había conseguido un trabajo en Cambridge, y lejos quedaban las sospechas de ser un elemento pernicioso para la juventud o un traidor filo-soviético. Era una "persona grata para el gobierno británico ya que, si bien estaba en contra de la guerra nuclear, también era anticomunista" [p. 717].  Hasta tal punto gozaba ahora de la confianza del gobierno, que le dieron la Orden del Mérito y su fuerza dialéctica fue puesta al servicio de su majestad la reina, mandando al antimilitarista a dar charlas a las tropas. Incluso lo vistieron de militar en Berlín [p. 716]. 

Ese lavado de imagen ante su gobierno sin embargo, no tenía ningún valor en sí mismo para el filósofo, y en cuanto tuvo ocasión puso en el punto de mira a Occidente y su carrera armamentística. Hubo quien lo acusó de pro-soviético, olvidando todo lo que había escrito de Rusia.

Para EEUU, inmersa en la Guerra Fría, toda crítica era sospechosa de provenir de Rusia: "o estás conmigo o estás contra mí" era la respuesta de aquellos tiempos. Y hasta cierto punto, sigue siéndolo. Exponer el imperialismo estadounidense, ya fuera a cuento de la guerra de Vietnam, la crisis de los misiles cubanos o por la carrera armamentística, era un pecado que había que pagar haciendo pasar al disidente como traidor. Pero para cuando esos sucesos tenían lugar, Russell ya había cambiado sus prioridades, y EEUU rivalizaba con la URSS en peligrosidad nuclear.
"Más adelante, después de la muerte de Stalin, en 1953, y de la prueba nuclear en Bikini, en 1954, llegaría a estar más a favor del comunismo, y poco a poco le atribuiría menos a Rusia, y más a Occidente, a Estados Unidos, el peligro de guerra nuclear. Este cambio se apoyó en los acontecimientos que sucedían dentro de Estados Unidos, como el macartismo y la restricción de los derechos del individuo."
Su valoración de la Guerra de Vietnam [p. 997] fue muy severa, y ayudó a constituir el Tribunal de Crímenes de Guerra (más conocido como el Tribunal Russell), una plataforma de intelectuales, simbólica y popular, que venía a sustituir la inacción de los verdaderos tribunales de justicia. Se trataba de juzgar mediáticamente a EEUU por sus crímenes. Los tiempos en los que Bertrand Russell se ponía de parte de EEUU y en contra del comunismo se habían acabado.

"[...] no puedo dejar de pensar en las vicisitudes de mi vida, en los crímenes que he visto [...]. Soy capaz de rememorar muchas guerras y mucha es la injusticia que ha ocurrido en silencio durante estos decenios, pero en mi experiencia, no encuentro ninguna situación comparable con la actual. No puedo recordar ningún pueblo tan atormentado y, sin embargo, con tan pocas debilidades frente a sus atormentadores. No conozco ningún otro conflicto en que la disparidad de fuerzas físicas haya sido tan grande. No guardo recuerdo de ningún pueblo tan tenaz, ni de ninguna nación con un espíritu de resistencia tan inagotable."[p. 1007]

"Se ha alegado que durante los primeros nueve meses de 1966 la fuerza aérea de Estados Unidos ha arrojado dos mil toneladas de bombas diarias sobre Vietnam. De continuar así, hacia finales de año el total constituirá una cantidad mayor de explosivos que la que se descargó en toda la zona del Pacífico durante la segunda guerra mundial. La zona que sufre este bombardeo no es mayor que los estados de Pennsylvania y Nueva York." [p. 1008]

En su correspondencia con Lord Gladwyn, miembro del Partido Liberal y primer Secretario General de la ONU, discutió algunos aspectos de la Guerra Fría, como Bahía de Cochinos o la crisis de los misiles en Cuba. Su análisis fue esperadamente contrario a la ortodoxia occidental:

"Usted me critica porque aparentemente sostengo que Occidente siempre tiene la culpa y la Unión Soviética es inocente. De ninguna manera es así. En época de Stalin, su política me parecía abominable. No hace mucho tiempo, protesté enérgicamente contra las pruebas que los rusos efectuaron antes de firmar el Tratado de Prohibición de Pruebas Nucleares, y actualmente me dedico a denunciar los malos tratos que padecen los judíos en la Unión Soviética. Solamente en algunos aspectos, entre los cuales Cuba ha sido el más destacado, creo que la mayor parte de la culpa recae sobre Estados Unidos." [p. 975]
Teniendo en cuenta que su obsesión era la hecatombe nuclear, cualquier incursión militar de EEUU (y tuvo muchas en comparación con las que tuvo la URSS en el siglo XX), suponía una provocación suicida:
"Solíamos pensar en la maldad de Hitler al tratar de matar a todos los judíos, pero Kennedy, Macmillan y otros más, tanto en el Este como en el Oeste, siguen políticas que probablemente nos conduzcan no sólo a la muerte de todos los judíos sino también a la de todos los demás. Ellos son mucho más malvados que Hitler y esta idea de la armas de exterminio masivo es total y absolutamente abominable, es algo que ninguno persona con una pizca de humanidad puede tolerar, y yo no estoy dispuesto a obedecer a un gobierno que está organizando la masacre de toda la raza humana." [p. 899]
"Se supone que hay dos bandos que defienden cada uno su propia causa. Esto es una ilusión; Kennedy y Kruschev, Adenauer y De Gaulle, Macmillan y Gaitskell, todos persiguen el mismo fin: el final de la vida humana." [p. 901]

LA DESOBEDIENCIA CIVIL

Como telón de fondo a su oposición al exterminio nuclear estaba una cuestión que lo llevaba absorviendo "de una forma u otra, especialmente desde 1914: la relación entre el individuo y el Estado, la objeción de conciencia, la desobediencia civil." Se mostró partidario de todos los desobedientes que esgrimían una buena causa, como los objetores al servicio militar o a la guerra de Vietnam. Sostuvo la valía de unos miembros de la comunidad que aún en tiempos de guerra se siguen rigiendo por sus "dictados de humanidad" [p. 723]. Los contrarios a la conscripción no solo tenían el valor por su integridad, también eran útiles para el noble objetivo de terminar con todas las guerras [p. 289].

Expuso las incoherencias del poder al subrayar que "quienes nos censuran por desobedecer órdenes son exactamente los mismos que castigaron a los alemanes en Nuremberg por no desobedecer órdenes" [p. 906]. Este ingenio y facilidad para manejar el registro histórico ha sido retomado por Noam Chomsky, cuyo famoso póster de Bertrand Russell enseña orgulloso a cualquier periodista que se pasa por su despacho.
"Los jueces de Nuremberg estimaron que los alemanes deberían haber practicado la desobediencia civil en nombre de la dignidad humana. Es poco probable que éste hubiese sido su opinión si en lugar de a sus enemigos hubiesen estado juzgando a sus propios compatriotas. Y creo que esto es válido para amigos y enemigos. La línea divisoria entre la desobediencia civil aceptable y la inaceptable la señala, creo yo, el motivo por el cual se practica: la gravedad del fin por el que se comete y la profundidad de la creencia en su necesidad." [p. 724]
Probó en sus carnes las consecuencias de la desobediencia civil, y pasó algún tiempo en la cárcel. Fue una sentencia condenatoria de seis meses, en 1918, que el mismo deseaba para dar legitimidad a la causa [p. 420, 900]. Mucho más tarde, en 1961, se volvería a enfrentar a una pena de cárcel, y volvería a buscar una condena, pero esta vez intentó asegurarse con su abogado de que no fuese ni muy larga ni tampoco una absolución. "No más de quince días" [p. 856] para él y su mujer, esas fueron sus instrucciones. Aunque al final le condenaron a dos meses, que debido a los certificados médicos quedaron en una semana para cada uno.

Bertrand Russell entendía la desobediencia civil no solamente como un signo de integridad moral, sino como una medida táctica de visualización. La opción constitucional a veces es demasiado "lenta y difícil" [p. 889], y junto con el rodillo de los medios de comunicación leales al status quo apenas dejan oportunidad para conocer los hechos más importantes que nunca llegarían a conocerse [p. 891].

En su panfleto del 15 de abril de 1961, contestó a algunas objeciones de la desobediencia civil. Frente a quienes decían que se estaba haciendo uso de la fuerza de una minoría para obligar a una mayoría, Russell contestaba:

"Este argumento me parece uno de los más inverosímiles y absurdos que jamás he escuchado. ¿Cómo puede una minoría de gente desarmada y comprometida con la no violencia imponer su voluntad contra todas las fuerzas establecidas respaldadas por la apatía pública? El obispo dice además que estos métodos pueden conducirnos a la anarquía o a la dictadura. Los comunistas en Rusia y los nazis en Alemania son el ejemplo más notable, pero sus métodos fueron violentos. Los nuestros, que no lo son, sólo pueden tener éxito mediante la persuasión."

Cuando se les trataba de disuadir alegando que parecían unos radicales y que asustaban a quienes compartían objetivos pero preferían métodos más tradicionales, la respuesta era tan pausada como inteligente:

"No tengo el menor interés de ver a todos los oponentes al armamento nuclear practicando la desobediencia civil no violenta. Creo que es bueno que existan ambos tipos de organizaciones, las que practican la desobediencia civil no violenta y las que se abstienen, para ajustarse a los distintos temperamentos. No creo que la existencia de una organización que practica la desobediencia civil no violenta impida a nadie adherirse a otra organización que no lo haga. Puede que algunos digan que los disuade  el disgusto por los fanáticos extremistas, pero creo que son gente que en cualquier caso encontrarían un motivo que los disuadiera. Por el contrario, creo que nuestro movimiento tiene un vigor un magnetismo que atrae a numerosas personas que de otro modo permanecerían indiferentes."

Por último, quedaban los que concedían alguna justificación a la desobediencia civil, pero solo en regímenes totalitarios, nunca en una democracia.

"Este tipo de argumento es deliberademente ciego ante hechos muy evidentes. [...] Consideremos de nuevo cómo se forma la opinión en un país nominalmente democrático. Los grandes periódicos pertenecen a los ricos y poderosos. La televisión y la radio tienen razones de peso para no ofender al gobierno. Si dijeran la verdad, la mayoría de los expertos perderían su puesto y su salario. [...] En todo gran estado moderno existe un vasto mecanismo creado para impedir que no sólo el público sino también el gobierno conozca la verdad. Todo gobierno se hace aconsejar por expertos e inevitablemente prefiere a aquellos que halagan sus prejuicios. Quienes han estudiado imparcialmente el tema se han quedado atónitos ante la ignorancia de los dirigentes políticos respecto de los armamentos nucleares, y esta ignorancia va goteando desde los dirigentes hasta convertirse en la voz del pueblo. Contra esta ignorancia amasiva y artifical dirigimos nuestra protesta."
EN CASA Y DE VIAJE

Mientras tanto, su relación con "Peter", Patricia Spence, se fue abandonando, o al menos esa es la sensación que da, ya que no profundiza demasiado en cómo ni por qué se gestó un nuevo divorcio. El capítulo lo inicia directamente presentando a su nueva compañera, Edith Finch, la cuarta (amén de otras amantes anteriores, siendo la escritora Collette O´Neilla la más famosa) y última esposa. Ella era americana, y ya se conocían desde hacía décadas a través de una amistad en común que Russell frecuentaba en sus muchos viajes a EEUU.

"Nuestra amistad maduró rápidamente, y al poco tiempo no podíamos soportar que el atlántico nos separara. Ella se instaló en Londres, y como yo vivía en Richmond, nos veíamos con frecuencia. Los momentos que pasábamos juntos eran maravillosos. Richmond Park estaba plena de reminiscencias, muchas de las cuales se remontaban a mi niñez más temprana. Relatarlas reaviva su frescura, y me parecía volver a vivir el pasado con una sensación de alivio, alegre y renovador. Inmerso en el gozo de la remembranza, casi me olvidé del peligro nuclear."
Allá por 1955, todavía seguía en pie la aspiración de un gobierno mundial (recordemos que la ONU se creó en 1945, nada más terminar la II Guerra Mundial, y su primer y más importante fruto fue la Declaración Universal de los Derechos Humanos, tres años después en 1948). Dos asociaciones que tenían como fin ese Parlamento Mundial, celebraban mítines conjuntos en Roma a los que Bertrand Russell fue invitado. Producto de esas reuniones el filósofo inglés quiso impulsar el proyecto internacionalista formulando una declaración suscrita por reconocidos científicos, tanto del bloque comunista como del capitalista.

"Sin embargo, antes de tomar ninguna medida, escribí a Einstein para saber lo que pensaba de semejante plan. Me respondió con entusiasmo pero diciéndome que, dado que no se sentía bien y apenas podía respetar los compromisos contraídos, él personalmente no podía hacer más que ayudar, enviándome una lista con nombres de científicos que creía que simpatizaban con la causa. Me pedía, no obstante, que continuara con mi idea y redactara yo mismo la declaración. [...] había enviado la declaración a Einstein para que la aprobara, pero aún no sabía l o que pensaba de ella y si estaría dispuesto a firmarla. Mientras volábamos de Roma a París, [...] el piloto anunció la noticia de la muerte de Einstein. Yo me sentí desfallecer, no solo por motivos obvios, sino también porque veía que mi plan fracasaría sin su apoyo.Pero al llegar a mi hotel, en París, me encontré con una carta suya en la que decía estar de acuerdo en firmar. Fue uno de los últimos actos de su vida pública."
Fue una época de mucha producción en casa y muchos viajes al extranjero: Roma, París, Escocia, problemas familiares, vacaciones en Gales, cartas, discursos, visitantes, etc. Él mismo confiesa que no comprende cómo "los días y las noches me bastaban para conseguir hacer todo lo que hice." [p. 797]. Muchos son, por tanto, los asuntos que me dejo en el tintero, no solo de este capítulo, sino de todo el libro. A modo de sucinta enumeración, para nada exhaustiva, dejo aquí unos cuantos para el lector curioso:

-Educación religiosa [p. 22]
-Expresiones religiosas [p. 693, 730]
-Miedo a la muerte [p. 29]
-Religion [p. 280, 361, 376, 421]
-Felicidad en la infancia [p. 42]
-Miedo a las masas de la democracia [p. 694]
-Inseguridad [p. 44, 58]
-Suicidio [p. 60]
-Sufragio femenino mayor oposición que ejerciendo el pacifismo [p. 229]
-Libre comercio [p. 255]
-Periodismo como una profesión menor [p. 245]
-Amor desinteresado [p. 269]
-Conocer las tragedias ajenas [p. 281]
-Utilitarismo [p. 235]
-Servicio militar obligatorio, conscripción [p. 289, 414, 722]
-El amor personal y el amor al mundo [p. 433]
-Nacionalismo [p. 383, 364, 911]
-Pacifismo [p. 674, 683 en españa, 684 todavía con dudas de apoyar a los aliados en la IIGM] 
-Brutalidad policial [p. 866]
-ONU [p. 619, 689 691]
-Socialismo [p. 691, 433]
-Problemas económicos [p. 693, 688, 649, 696]
-Eugenesia, a favor [p. 836]
-Guerra nuclear [p. 889]
-Guerra Fría [p. 969, 975]
-Asesinato de Kennedy [p. 977]
-Vietnam [p. 997, 1007], más bombas que en la IIGM [p. 1008]
-Desobediencia civil [p. 420, 889, 891]
-El movimiento Pugwash [p. 809, 813]
-El juicio de los Rosenberg [p. 805]
-El conflicto de Suez [p. 808]
-La Declaración de Viena [p. 811]
-El conflicto israelo-palestino [p. 957] que lo veía menos complicado que tener un Berlín dividido.
-El "picnic anual" en el que se convirtieron las protestas antinucleares [p. 839]
-La película de Stanley Kubrick "¿Teléfono Rojo? Volamos hacia Moscú" [p. 846]
-La crisis de los misiles de Cuba [p. 868]
-La manifestación a favor del desarme nuclear que tuvo lugar en Trafalgard Square [p. 858]
-Las limitaciones del conocimiento para construir una ética racional [p. 734]
-Ferocidad natural del hombre [p. 954]
-Una nutrida correspondencia y/o menciones a múltiples intelectuales y políticos de todo tipo, algunos de los que me han resultado más llamativos son: Kruschev [p. 836, 964], G.B. Shaw [p. 113, 283, 414, 449, 564, 393], Aldous Huxley [p. 655], A.J. Ayer [p. 877], Wiitgenstein [p. 472], Einstein [p. 619, 773], John Dewey [p. 665], Keynes [p. 568], Erich Fromm [p. 962], Nasser [p. 957]...

LEGADO

Al finalizar el prólogo con el que iniciamos esta reseña, Bertrand Russell nos da una lección de esperanza que nada tiene que ver con ilusiones vacuas o ánimos infundados, sino con la perseverancia de sus principios.

"El amor y el conocimiento, en la medida en que ambos eran posibles, me transportaban hacia el cielo. Pero siempre la piedad me hacía volver a la tierra. Resuena en mi corazón el eco de gritos de dolor. Niños hambrientos, víctimas torturadas por opresores, ancianos desvalidos, carga odiosa para sus hijos, y todo un mundo de soledad, pobreza y dolor convierten en una burla lo que debería ser la existencia humana. Deseo ardientemente aliviar el mal, pero no puedo, y yo también sufro.
Ésta ha sido mi vida. La he hallado digna de vivirse, y con gusto volvería a vivirla si se me ofreciese la oportunidad."

En la misma línea, la posdata final del libro incluyen unos párrafos que apuntan con amargura a la necesidad de perseverar en las metas trascendentales de toda vida inteligente.

"He visto a muchas personas, en esta época nuestra tan peligrosa, que parecen enamoradas del sufrimiento y de la muerte, y que se enfadan cuando se les sugiere esperanza. Piensan que las esperanza es irracional y que, instaladas en su cómoda desesperanza, simplemente confrontan la realidad. Yo no estoy de acuerdo con ellas. Conservar la esperanza en este mundo requiere nuestra inteligencia y nuestra energía. Quienes desesperan, con frecuencia es porque carecen de energías.
[...]
Puede que haya creído que el camino hacia un mundo de hombres libres y felices era más corto de lo que se está revelando, pero no me equivoqué al pensar que ese mundo es posible, y que merece la pena vivir con mirar a volverlo realidad. He vivido en pos de una ilusión, social y personal. Social, por imaginar la sociedad que se ha de crear, en la que los individuos crezcan libremente  y donde el odio, la codicia y la envidia desaparezcan porque nada hay para alimentarlos. Personal, por valorar lo que es noble, lo que es hermoso, lo que es bueno; por permitir que los instantes de lucidez impregnaran de sabiduría los momentos más mundanos. Creo en todas esas cosas, y el mundo, con todos sus horrores, no me ha hecho cambiar de parecer."


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