miércoles, 13 de mayo de 2020

"APOROFOBIA, EL RECHAZO AL POBRE: UN DESAFIO PARA LA DEMOCRACIA" de Adela Cortina (2017)

Los filósofos no cosechan grandes éxitos de ventas en las librerías. Algunos pocos, sin embargo pasan a ser conocidos popularmente por sus posiciones políticas o por sus colaboraciones en los medios. El caso español más llamativo es el de Fernando Savater. Pero también están Victoria Camps, José Antonio Marina y Adela Cortina que, con la publicación de este libro, abarcó a un público mucho mayor del que solía tener tras casi 40 años de libros dedicados a la ética y la filosofía.

La tesis del libro es bien sencilla. El racismo y la xenofobia están mal diagnosticados porque debajo de todas esas fobias late una fuerte repulsión por los pobres que nunca termina de analizarse. Realmente no rechazamos al extranjero ni al negro por ser quienes son, sino por tener los bolsillos vacíos. Los datos de aceptación de los turistas que nos invaden para gastar su dinero, de alabanzas a los árabes de los petrodólares, a los asiáticos dueños de equipos de futbol, o a los famosos gitanos cantaores de flamenco así lo acreditan. No es la piel, ni la nacionalidad, ni la cultura sino el dinero lo que marca la diferencia.


CAPÍTULO 1: UNA LACRA SIN NOMBRE

Una vez que nos paramos a pensarlo, parece una hipótesis tan sencilla como evidente. Me sorprende que no se haya escrito nada sobre el tema antes de que Adela Cortina comenzase a escribir sobre esto allá por 1995. Fue entonces cuando le puso nombre a una fobia que, por lo visto, hasta el momento había pasado desapercibida. La aportación de Cortina  ha sido el ponerle un nombre a algo de lo que todo el mundo ha oído hablar, o ha pensado en algún momento, pero que nunca se había señalado como entidad propia. Y señalar algo por su nombre es primordial para identificarlo, analizarlo y desmontarlo.

No es que no exista el racismo; siempre habrá gente que, por ignorancia o por miedo, crea en la inferioridad de otras razas. Siempre habrá quien se sienta realizado humillando públicamente, o simplemente riéndose en privado, a alguna minoría... Pero el problema de nuestras sociedades no parecen ser los racistas del Ku Klux Klan, sino esos que tratan estupendamente a los ricos de otras razas y los desprecian si son pobres. ¿Hasta qué punto puede decirse que son más racistas que aporófobos? 



CAPÍTULO 2: LOS DELITOS DE ODIO AL POBRE

Cortina subraya que a menudo se culpabiliza al que sufre la discriminación como causante de la misma. Así, los antisemitas no se cansan en decir que la conducta de los judíos es lo que propicia su odio, lo cual no deja de ser una coartada. El libro parte de la misma hipótesis: el problema mental lo tiene el aporóbofo, no el pobre.

Cortina analiza los datos del Observatorio para Delitos de Odio contra Personas sin Hogar ("Hatento") y nos desvela un panorama desolador. El derecho penal, a diferencia de otras áreas del derecho, está muy limitado por el principio de legalidad. Esto quiere decir que solo se puede castigar lo que está registrado en la ley y el legislador tiene que afinar muchísimo para tipificar exactamente la conducta delictiva. Si alguien comete una acción muy parecida a lo descrito en el código penal, pero que no coincide exactamente con lo allí descrito, entonces no podrá ser juzgado por la vía penal y no podrá ir a la cárcel. Si a esto le sumamos, que debe quedar probado que dentro de la mente del autor debe existir una determinada motivación, que es lo que tiene que probarse en los delitos de odio, todo se complica más.

Pues bien, hoy en día la aporofobia no aparece  en ningún tipo penal. Como siempre, la ley va por detrás de la realidad social, y aunque el término aporofobia sea usado por los gobiernos de turno reconociendo así su utilidad, el caso es que el delito de odio al pobre, como tal, no existe. Incluso existe una circular de la Fiscalía General del Estado aclarando que no entra dentro de los delitos de odio tipificados en el artículo 510 del Código Penal español. Promover el odio contra los homosexuales sí está tipificado, al igual que la agravante por razones de orientación sexual... quizás porque la palabra homofobia llevaba décadas usándose correctamente cuando se aprobó el Código Penal.

El reto legal no está en combatir la obviedad asumida por todo el mundo de que un malnacido que quema a una sintecho en un cajero merece la cárcel. El reto está en equiparar ese odio aporófobo a cualquier otro de índole machista, racista, homófobo, etc...  Me resulta sorprendente que Cortina no mencione esas carencias de nuestro Código Penal.

Para que sea un delito de odio la motivación para elegir la víctima debe ser su pertenencia a un colectivo. Es decir, no basta con matar o humillar a alguien que pertenece a un colectivo protegido por el código penal, sino que además debe ser precisamente esa la motivación y no ninguna otra. De tal forma, que las víctimas puedes ser intercambiables. Adela cortina lo explica muy bien haciendo alusión a la fábula del lobo y el cordero:

"—...Y sé que de mí hablaste mal el año pasado.
—¿Cómo pude hacerlo si no había nacido? —dijo el cordero—. Aún mamo de mi madre.
—Si no fuiste tú, sería tu hermano.
—No tengo.
—Pues fue uno de los tuyos: porque no me dejáis tranquilo, vosotros, vuestros pastores y vuestros perros. Me lo han dicho: tengo que vengarme.

Allá arriba, al fondo de los bosques se lo lleva el lobo, y luego se lo come. Sin más juicio que ése."
Pero ser pobre no es algo inherente a la persona. No es como ser gay, negro o mujer. Tampoco es una opción libremente elegida. La pobreza es involuntaria y tiene sus orígenes últimos en causas exógenas al individuo que la padece. Llegar a esta conclusión nos ha costado muchos años de análisis social y económico. Hemos tenido que superar esa visión simplista de que el pobre lo era porque él se lo había buscado, y, que de alguna manera, se lo merecía. Esa visión ultraliberal se debe al endiosamiento del dinero. Vivimos en un mundo material, como diría Madonna, y por eso nos abrimos a los ricos tanto o más como nos cerramos a los pobres. 

CAPÍTULO 2: EL DISCURSO DEL ODIO

Una cosa es cometer una acción, y otra una omisión. Una cosa es hacer algo y otra decir algo. Pero a veces el decirlo se puede convertir en una invitación directa a hacerlo, y se puede acordar que determinados discursos sean en sí mismos regulados como una acción propiamente dicha. Entender este trabalenguas requiere mucho más espacio y conocimientos jurídicos del que tiene este reseñador. Pero para contextualizar lo que nos dice Cortina, baste con señalar que estas complejas tensiones entre los delitos de odio y la necesaria libertad de expresión depende de cómo entendamos la democracia.

A estos efectos Adela Cortina nos explica que hay tres tipos de democracias: democracias tolerantes, intransigentes y militantes. El mejor ejemplo de las primeras sería EEUU donde la libertad de expresión goza de la mayor protección, donde se puede negar el Holocausto porque la virtud de poder decir casi cualquier cosa es mayor que la de censurar el odio. Entre las democracias intransigentes estarían las europeas que tienen más en cuenta la cultura del honor, no solo frente al odio (quizás porque el nazismo naciera dentro de nuestras fronteras) sino también frente al insulto. 

El tercer tipo, las democracias militantes, serían aquellas que estuvieran tan comprometidas con los valores constitucionales que impidiesen la formación de partidos políticos contrarios a los mismos. El concepto lo creó Karl Loewenstein, jurista alemán exiliado en EEUU, mientras veía como el partido de Hitler se hacía con la democracia. Para él la constitución de Weimar era demasiado ingenua por permitir a quien quiere destruir el estado que se haga con el mismo. Las constituciones deben tomar partido y asegurar que partidos como el nacionalsocialista pudieran llegar al poder. 

Adela Cortina considera que todos los modelos tiene sus pros y sus contras, pero considera que no es suficiente con el derecho, es necesaria una ética cívica. 

CAPÍTULO 4: NUESTRO CEREBRO ES APORÓFOBO

Por mucho que los códigos penales condenen los delitos de odio, por mucho que las grandes instituciones nos hablen de derechos humanos y los grandes valores de la Ilustración permeen nuestro sistema educativo, lo cierto es que hay una gran brecha entre la teoría y la práctica. Somos muchos los ciudadanos que sabemos de altos valores morales, pero pocos los comprometidos de verdad. Son muchos los cristianos que salen de misa los domingos con sus pilas de moral recargadas, pero que luego no practican las virtudes cristianas.

Esta asimetría entre el dicho y el hecho recibe el nombre de debilidad moral. Adela Cortina propone usar la neurobiología para salvar esa asimetría. Existe una teoría del mal radical que nos dice que el hombre es un árbol torcido imposible de enderezar. Desde Adán y Eva, la especie humana arrastra un pecado original que hace que de manera natural tienda al mal, al egoísmo, pese a conocer perfectamente cuál es el camino recto. En nuestro contexto esto significa que hay "una predisposición a rechazar al pobre y desamparado, a pesar de las declaraciones sobre la igual dignidad de todas las personas" que la mayoría compartimos. No se trata solo del mito religioso, sino que también hay razones  biológicas que apuntan a esa tendencia natural.

El cerebro no solo se vale de procesos racionales que se dividen las diferentes áreas en subagentes capaces de trabajar mecánica y aisladamente. También funciona a base de emociones, y las diferente áreas del mismo compiten entre sí para influir en el comportamiento. Pero esa rivalidad permanente de base biológica no es determinante.

Una de esas fuerzas en liza es el autointerés. El cerebro, desde que somos niños se interesa en su entorno y funciona como una proyección biológica necesaria para construir la autoconciencia, que es la base sobre la que después se puede construir una conciencia social más ambiciosa. Incluso desde el punto de vista evolutivo lo más primario es el instinto de supervivencia: la seguridad, la familia, los tuyos frente a los otros.
"[...] el miedo a los extranjeros es algo completamente natural. La gente prefiere a los que tienen su mismo aspecto y hablan como ellos. Desde el punto de vista de nuestra cultura, de nuestras declaraciones, esta aversión es inadmisible, pero desde un punto de vista biológico, el trato con lo familiar da seguridad biológica y lo extraño produce inseguridad e incomodidad. Por eso admiramos a quienes son capaces de abandonar  una vida confortable y lanzarse a la aventura hacia gentes y tierras desconocidas.

[...] En este sentido puede decirse que el ser humano es un  «animal disociativo»: invierte una gran cantidad de energía intelectual y emocional  en distanciarse de cosas que le desagradan. [...]

Al parecer, las emociones que conducen a prejuicios raciales y culturales tienen su base en parte en emociones sociales que, desde el punto de vista evolutivo, servían para detectar las diferencias que podían señalar un riesgo o un peligro, e incitar a retirarse o a agredir. Probablemente, estas reacciones consiguieron resultados favorables en las sociedades tribales de los orígenes y, aunque ahora en ocasiones no resulten favorables, nuestro cerebro lleva todavía esa maquinaria incorporada.

La buena noticia es que ese cableado ha ido evolucionando a cada vez más individuos. Pasó de uno mismo a sus descendientes, y ha ido ampliándose hasta alcanzar a los amigos y a los miembros de una tribu de 130 individuos. Posteriormente a los que comparten intereses, banderas, ideología o pertenencia a un grupo tan amplio que las recompensas evolutivas se pierden en cadenas de favores a desconocidos. Aún con todo, el círculo no se ha extendido tanto como para incluir a todo ser humano. De hecho el círculo se cierra a veces violentamente cuando percibimos que tenemos en frente a uno que no es de los nuestros.

La selección natural nos enseña que el egoísmo fue un primer motor a nivel individual, pero a nivel grupal el altruismo también jugó un papel en el triunfo evolutivo de aquellos grupos más cooperativos. Esa expectativa de cooperación que anidaba en la conducta altruista nos muestra otro lado de la naturaleza humana. Es verdad que el cerebro humano está preparado para el egoísmo, pero también es verdad que lo está para la cooperación. El experimento del ultimátum, que veremos en el capítulo 6, así lo atestigua según Adela Cortina, aunque existen objeciones que ella no comenta.

Sea como fuere, el caso es que los que están más lejos de ese círculo no son los extranjeros de tierras remotas, sino los vecinos pobres de nuestro vecindario.

"El pobre es el que queda fuera de la posibilidad de devolver algo en un mundo basado en el juego de dar y recibir. Y entonces parece que tomarle en cuenta implique perder capacidad adaptativa biológica y socialmente, porque son los bien situados los que pueden ayudar a sobrevivir y prosperar.

¿Quiénes son los «sin poder»? Pueden ser los discapacitados psíquicos, los enfermos mentales, los pobres de solemnidad, los sin papeles, los «desechables», los sin amigos bien situados. Y en cada esfera social, los que no pueden devolver los bienes que se intercambian en ella, que pueden ser favores, puestos de trabajo, plazas, dinero, votos, apoyo para ganar unas elecciones, honores y prebendas que satisfacen la vanidad.

Éste es el caldo de cultivo, biológico y social, de la aporofobia, de la aversión hacia los áporoi, hacia los que no tienen nada bueno que ofrecer a cambio. Y no sólo si quedan lejos, sino todavía más si están cerca y pueden causar problemas, si pertenecen a la propia familia y se les trata como a una vergüenza que hay que ocultar."
 
CAPÍTULO 5: CONCIENCIA Y REPUTACIÓN

Muchas veces apelamos a nuestra conciencia, y creemos que hay algo intrínsecamente bondadoso en nuestro interior que nos puede salvar. Pero también olvidamos que la narrativa evolucionista nos enseña que si hemos desarrollado y mantenido esas conciencia moral es porque tememos perder la reputación ante los nuestros.

El anillo de Giges es una leyenda que recogía Platón en el II libro de La República: un pastor encuentra un anillo y descubre que al ponérselo se hace invisible, y puede cometer todo tipo de tropelías sin temor a ser descubierto. El pastor era un hombre bueno, pero al verse liberado del juicio de los demás obró exactamente igual que un hombre malo. La conclusión es que es el miedo al castigo lo que nos hace seres morales.

En ese sentido los políticos corruptos lo son porque creen llevar ese anillo, son invisibles o si les pillan creen que podrán zafarse o en todo caso les merecerá la pena el castigo frente el botín obtenido. El ciudadano que siguiendo la misma lógica declara que si él fuese político robaría igual o más, carece igualmente de conciencia moral. Y lo que defiende Adela Cortina es que esa explicación calculadora de cómo hemos conseguido llegar a ser una sociedad moral, a pesar de que siempre haya excepciones, es una explicación válida desde el punto de vista evolutivo para explicar nuestras sociedades. Pero no explica que haya individuos que sigan la normas de la sociedad aún cuando saben que no están siendo observados. La clave para que esos individuos prosperen es una educación en valores morales lo suficientemente robusta como para no depender de la reputación, sino que emane de un convencimiento profundo del bien y del mal.

"Desde un punto de vista evolutivo, la aparición de la conciencia moral parece ligada al «misterio del altruismo biológico», del que ya hemos tratado. ¿Cómo se explica desde la hipótesis de la selección natural que no desaparezcan los altruistas? Darwin adujo como posible causa la selección de grupos: la conducta altruista no proporcionaría ventajas a los individuos dentro de un grupo, pero sí permitiría la selección entre los grupos, porque los grupos internamente solidarios resistirían más en la lucha por la supervivencia."
En nota a pie de página número 14, Cortina usa una cita de Darwin:

«En el caso de los seres humanos, el egoísmo, la experiencia y la imitación se añaden seguramente a la capacidad de simpatía, como ha demostrado míster Bain; porque nos impulsa la esperanza de recibir el bien a cambio de realizar actos de amabilidad compasiva hacia los demás, y la compasión se ve muy reforzada por la costumbre. Por compleja que sea la manera en que este sentimiento se pueda haber originado, puesto que es de gran importancia para todos aquellos animales que se ayudan y se defienden mutuamente, tuvo que verse aumentado mediante selección natural; porque aquellas comunidades que incluían el mayor número de miembros más compasivos prosperaron más, y produjeron el mayor número de descendientes»
Frente a la selección natural o la sexual, esta sería una selección social. Los grupos cooperativos crearon unas normas para reforzar precisamente esas conductas, las de solidaridad frente a las del egoísmo, las comunitarias frente a las individuales. Formar parte de ese compromiso conlleva dos caras de una misma moneda.

Por un lado debemos asumir que funcionamos de manera cooperativa, o incluso contractual. "La reciprocación es la base de la cooperación", es decir, si cooperamos es porque esperamos recibir algo a cambio. Puede que no lo recibamos en el momento, o puede que lo reciba otra persona a la que consideramos parte del pacto, o incluso puede bastar con que el resultado sea mantener la cadena de intercambios.

Por otro lado somos una sociedad tan contractualista que no dejamos ningún papel a quien no puede reciprocar. Se nos valora en tanto en cuanto somos sujetos de cumplir nuestra parte del contrato social: si pagamos nuestros impuestos podemos exigirle al funcionario que nos atienda correctamente y ejercitamos nuestros derechos. Ante esa lógica, el pobre, el que nada puede aportar, debe fastidiarse con su situación. Si no paga, no tiene derechos.

El miedo a perder la reputación puede haber sido bastante útil en el pasado. Pero ahora no funciona porque no incentiva a aquellos sujetos que no tienen una reputación que perder: los excluidos. Además,  si eres un pobre que nunca pudo devolver favores, entonces habrá quien se pregunte: "¿qué hace este sujeto en la sala de juego si nada puede aportar."

Deberíamos hacer lo correcto aún cuando no se nos estuviera mirando. Pero la reputación sigue siendo muy valiosa, y por eso debemos seguir contando con su influencia en nuestros actos. La clave pasa por "saber movilizar las emociones"

Esto significa, por un lado, que debemos incorporar esos discursos inclusivos en la escuela, las leyes, la familia, como manera de que finalmente sean incorporados más eficazmente en nuestra conciencia. Con ello se conseguiría que los que sientan ese temor sean los aporófobos que se salgan de la norma.

Y por otro lado, Cortina apuesta por una conciencia moral más socrática, más autónoma, sin temor a perder la buena reputación ni al ostracismo social por enfrentarse a las normas cuando estas se consideran injustas. Son las llamadas obligaciones morales internas: son las que enarbolan los disidentes, los rebeldes, los santos, los desobedientes civiles, Jesús y Buda son buenos ejemplos de rompedores de morales imperantes. Todas ellas intentan "superar el egoísmo y llevan a preocuparse por los demás seres humanos o por la colectividad".

Se trata en definitiva en diferenciar conciencia con reputación, y no hacer a la primera esclava de la segunda.
"Sin esa obligación interna, las personas quedan a merced de la presión social, a expensas del juego de la reputación, en manos de las normas del grupo, que no siempre son las que proponen la inclusión frente a la exclusión, la acogida frente al rechazo. Quedan a merced del cálculo egoísta o del acomodaticio, que sin duda es preciso tener en cuenta para sobrevivir y para prosperar, pero para vivir una vida plenamente humana resultan insuficientes. Educar para la autonomía, educar para forjarse una conciencia que se teje a través del diálogo y la argumentación y por eso mismo no se deja embaucar por la fuerza de la presión social en los casos en que esa presión es arbitraria sigue siendo indispensable para que no se extinga la vida moral."
Tampoco podemos confiar únicamente en nuestra conciencia, eso nos llevaría a entregarnos a peligrosos iluminados que creen tener razón por encima de los demás. Por eso la clave está en entablar diálogos, al fin y al cabo, somos seres sociales mucho antes que seres comerciales. "La capacidad de contratar no es la única forma de que los seres humanos tiene que vincularse entre sí, no vivimos sólo del intercambio, del dar y recibir". Esa ligazón de sentirnos parte de un colectivo es lo que nos hace ser humanos. Debemos dar la palabra a los más lejanos en el espacio y en el tiempo, y no negarles la existencia haciéndolos invisibles. Compasión y dignidad son claves para construir una sociedad mas dialogante con todos los afectados, y no solamente con los que pueden pagar impuestos.

CAPÍTULO 6: BIOMEJORA MORAL

Para hacer mejores ciudadanos siempre se ha usado la educación. Ya sea en la escuela o en la familia, en la iglesia o en el parlamento, las directrices morales se han implementado con relativo éxito pero no debemos perder de vista que son teledirigidas desde arriba. Las élites tienen intereses grupales y pueden excluir a estratos sociales marginados como los pobres. Si una sociedad es aporófoba creará leyes aporófobas y la educación de sus escuelas será del mismo tipo.

La biotecnología nos ofrece unos caminos de mejora que podrían esquivar ese sesgo. Si pudiéramos hacer ciudadanos más altos o más fuertes estaríamos empoderando a individuos sin riesgo de adoctrinar a nadie. Pero eso conlleva nuevas cuestiones como por ejemplo, la desventaja comparativa con aquellos que no reciben la mejora. O también, si debería aplicarse solo a los ciudadanos que lo soliciten, o a los que lo necesiten, o a todos.

Pero las mejoras que se buscan son de tipo moral, algo que todavía está más cerca de la ciencia ficción, pero que de ser posible no implicarían en principio daños a terceros. Estamos hablando, por ejemplo, del racismo y la violencia. Si pudiéramos evitar que alguien fuera racista o violento, no estaríamos perjudicando a nadie y sí estaríamos beneficiando al sujeto tratado. Es la posición de Thomas Douglas, filósofo de Oxford y transhumanista, en oposición a los bioconservadores que se muestran como filósofos anti-mejora por los temores a efectos colaterales no deseados.

Pero incluso si solo quisieramos mejorar alguna cualidad moralmente neutra de un individuo, quizás tendríamos que pensar en consecuencias morales para el resto de la sociedad. Los autores Savulescu y Persson, que cita Cortina, sostienen que si incrementamos "la mejora cognitiva mediante fármacos, implantes e intervenciones biológicas, incluidas genéticas, [...] unos pocos individuos, dotados de capacidad cognitiva superior al resto, pueden dañar a todos los demás, al tener más conocimientos que los que tenemos ahora." De ahí que paralelamente a una mejora cognitiva debería seguirse una mejora moral: sería algo así como dopar las capacidades morales para saber manejar una capacidad cognitiva ya dopada.

¿Por qué preguntarse si algo debería ser obligatorio si todavía no es posible? Bueno, es posible que el futuro llegue cuando menos te lo esperes, sin avisar, y deberíamos haber reflexionado sobre ello. Estamos en un era de avance tecnológico muy rápido, hace décadas nadie pensaba en tratamientos con células madre, y los comités de bioética y neuroética son cada vez más frecuentes y necesarios para afrontar nuevos retos.

Tanto el egoísmo como el altruismo han formado parte de la historia del homo sapiens, pero el horizonte moral sobre el que los humanos proyectaban sus acciones solo llegaban a un pequeño grupo tribal. Ahora, el reto de una nueva ética de mejora es hacerla extensible a grupos mayores que los que configuran tus vecinos, o tu raza, o tus compatriotas. Es cierto que alguien puede decir que eso ya se consiguió en 1948, con la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Pero como hemos visto antes hay una fuerte tendencia en relajarnos con cierta "debilidad moral" que no permite obviar los espacios huecos que quedan entre la teoría y la práctica.

Para intentar reducir el escalón entre la teoría y la práctica no solo debemos ampliar el horizonte de los sujetos, también debemos abandonar la creencia de que solamente buscamos maximizar el beneficio. No somos, o mejor dicho, no solo somos homo oeconomicus, también somos homo reciprocans, capaces reciprocar:

"[...] capaz de cooperar, y que además se mueve también por instintos y emociones, y no sólo por el cálculo de la máxima utilidad.

Un ejemplo en el célebre juego del ultimátum, en el que los jugadores no tratan de maximizar su ganancia, sino de conseguir lo máximo posible, teniendo en cuenta que el respondente tiene  un sentido de la justicia y no va a permitir humillaciones. Curiosamente, quienes sí parecen tener una racionalidad maximizadora son los chimpancés, [...]"
Ampliar ese horizonte, muchos podrían pensar, requeriría una evolución de nuestro cableado emocional en el cerebro, cosa que no ha ocurrido porque seguimos siendo los mismos, a nivel biológico y genético, que nuestros antepasados de hace cuarenta mil años. Es decir, nuestro cerebro es el mismo que cuando nuestro horizonte moral se limitaba a pequeños grupos, y sin embargo, nuestra racionalidad nos ha llevado a tener un horizonte mucho mayor. En otras palabra, no estamos biológicamente preparados para ser tan morales como queremos ser.

"¿Qué  hacer para cambiar la motivación moral de los ciudadanos, de forma que se preocupen también por los lejanos en espacio y tiempo?" Pues no solo usar los caminos clásicos de la educación, sino también la biomedicina.

"La biomedicina nos ha dotado de unos medios nuevos porque sabemos que nuestras disposiciones morales tienen una base biológica, que son las emociones, y que están estrechamente ligadas a la motivación." [...] Y resulta que para que el juego del "toma y daca" funcione bien es necesario que en él se movilicen adecuadamente un conjunto de emociones, [...] La educación, la argumentación y el razonamiento son muy importantes, pero es imprescindible modificar también las emociones, que son las que están ligadas a la motivación. Nuestras disposiciones morales están basadas en nuestra biología y, por tanto, no son producto cultural, como sí lo son la comprensión de una lengua o de las leyes."
Las emociones que deberían reforzarse por cualquier medio legítimo. Hablamos de la gratitud, el enfado cuando se daña a otro o la capacidad de perdonar. Cortina mete en el mismo cajón a otras  emociones que parecen contradictorias, como por ejemplo el deseo de represalia para evitar futuras agresiones, el desprecio, el orgullo o el sentimiento de culpa. Supongo que por cuestiones de espacio no profundiza en esas posibles contradicciones, probablemente arrastradas de los autores que ella maneja.

Pero ¿no nos recuerdan estos programas de mejora al Mundo Feliz de Aldous Huxley? No parece que resultaran admisibles en nuestras sociedades donde los derechos individuales tienen una fuerte implantación. Todo esto, bien intencionado, podría volverse en contra de la población si fuese debidamente manipulado por unos políticos desalmados que nos llevarían a una distopía como la de Huxley.

La clave para cortina está en el medio y largo plazo. Largo plazo para debatir y reflexionar lo que ahora es tecnociencia ficción pero que pronto podría ser una realidad. Y medio plazo para "formar la conciencia personal y social, a través de la educación formal e informal y de la construcción de las instituciones adecuadas.

CAPÍTULO 7: ERRADICAR LA POBREZA, REDUCIR LA DESIGUALDAD

Según lo anterior, parece que estamos biológicamente predispuestos a ser aporófobos. Para contrarrestar esa predisposición, además de la educación podemos crear instituciones y organizaciones cuya función sea unas estructuras económicas más justas. Independientemente de que consigan sus objetivos o no (la ONU se planteó acabar con el hambre para 2015, y en 2015 lo volvió a plantear para 2030), el mero hecho de plantearlo conlleva cierta función educativa y supone un avance en cómo se entiende la pobreza históricamente, como veremos a continuación.

Erradicar la pobreza no puede dejarse en manos de la caridad, y por eso se creó el Banco Mundial que desde 1990 tiene por lema "nuestro sueño es un mundo sin pobreza". Algo que compartiría Adam Smith, muchas veces mencionado como el padre de la economía moderna y del capitalismo, pero del que se olvida a menudo que le preocupaba la pobreza y escribió antes sobre moral que sobre economía.

Independientemente de los parámetros con los que definamos la pobreza extrema (1,25$/día o incapacidad satisfacer necesidades básicas), no siempre estuvo claro que fuera una obligación moral intentar erradicarla. ¿Es posible conseguirlo? Porque si no lo es, ¿para qué intentarlo? ¿O a lo mejor es deseable evitar las riquezas porque nos distraen de la profunda reflexión del espíritu, como sugería Séneca?

Uno tiende a pensar que esas reflexiones solo pueden venir de quien vive en una sociedad opulenta, pero recordemos que las sociedades de los clásicos eran más  pobres que las nuestras.
"En efecto, hasta hace un par de siglos la situación general de la humanidad era la pobreza. La generación de riqueza indefinida es un fenómeno reciente, que se produce gracias a la combinación de factores como las nuevas tecnología industriales, la energía del carbón, las fuerzas del mercado [...] en los últimos ciento ochenta años la actividad económica total del planeta se ha multiplicado por cuarenta y nueve, con lo cual hay recursos suficientes para erradicar el hambre."
La lucha contra la pobreza, si no se hace correctamente, puede ser un arma de doble filo. Siguiendo la metáfora del proverbio chino, corremos el peligro de hacer a los pobres dependientes si siempre le damos un pez en vez de enseñarlos a pescar. Lo primero sería una política de protección a la persona, y lo segundo de promoción. Con el tiempo, se entendió que combatir la pobreza no solamente debía hacerse para proteger o promocionar a los individuos, sino que también favorecía a la sociedad en su conjunto.

Los  monoteísmos -judaísmo, cristianismo, islam- fueron pioneros en combatir la pobreza, y no solamente desde la limosna como a menudo se supone, "se puede y se debe denominar con toda propiedad «justicia» a esta indignación religiosa por la pobreza según Adela Cortina. Pero, en todo caso, se hacía desde un sentimiento individual o grupal, nunca a nivel de política pública. El paso de elevar esa indignación hasta hacerla recaer sobre las espaldas del estado vendría posteriormente con el estado de derecho.

La autora propone algunas medidas. Pero todas pivotan alrededor de los conceptos de dignidad y compasión, que son el verdadero corazón sobre el que toda teoría de la pobreza debería gravitar. Así, las medidas serían: reducir las desigualdades, incorporar los ideales universales a la economía y hacer que las empresas compartan ideales que casan bien con la consolidación de objetivos a largo plazo (Responsabilidad Social Empresarial, modelos empresariales éticos que valoran el hecho de que los trabajadores sean parte de un contrato y que el cumplir con su trabajo forman parte de esa familia empresarial...)

CAPÍTULO 8: HOSPITALIDAD COSMOPOLITA

En el capítulo final Cortina trata el urgente y desesperante tema de los refugiados. El libro fue publicado en 2017 cuando la situación de los refugiados de Siria vino a sumarse al preocupante incremento de los refugiados en el mundo.

La hospitalidad está en los orígenes de nuestras sociedades. Tanto para el Antiguo como para el Nuevo Testamento, el extranjero es sagrado. Inmanuel Kant, padre del cosmopolitismo y la Ilustración, es a quien se toma como referencia para sustentar el derecho de asilo e inmigración. Pero Kant no asistió a la ola de refugiados de nuestros tiempos. Su mundo ideal era el de un gobierno mundial cosmopolita y para lograr esa aspiración consideraba oportuno establecer límites a esas relaciones entre estados. 

Nosotros, con los anteojos de nuestro tiempo, tendemos a identificar esos límites con imposiciones y condicionamientos a los inmigrantes y refugiados, pero ellos no eran los actores del siglo XVIII. Cuando Kant hablaba de hospitalidad cosmopolita se refería a las naciones, y para limitar el abuso de esa hospitalidad (la de unas naciones con otras, y no la de unos inmigrantes frente al estado receptor) escribió sobre el derecho de visita y el derecho de huésped. Su intención no era otra que impedir que las naciones ricas practicaran el imperialismo más rapaz con las naciones más pobres y por eso dijo que la hospitalidad cosmopolita incluía un derecho de visita, pero no un derecho de huésped.

El derecho de visita deriva de que todos somos dueños del planeta, y al ser éste esférico y limitado, llegará un momento en que tengamos que hacernos visitas unos a otros con, por ejemplo, intenciones comerciales. La construcción de un mundo cosmopolita debe propiciar el comercio y no impedirlo. No podemos tratar con hostilidad a quien nos toca la puerta bienintencionadamente y con el probable resultado de un beneficio mutuo. Y solo podríamos rechazarlo si ello no provocase su ruina. Se refería a la ruina de un imperio. Si aplicásemos hoy en día este derecho al individuo, en todo caso podríamos decir que el visitante sería el turista. En cualquier caso, conllevaría un límite temporal.

Pero el breve derecho de visita es insuficiente para atender las demandas de tantos inmigrantes y refugiados que llegan a nuestras costas. Ellos desean residir por más tiempo que lo que tardan las operaciones de salvamento en el mar. Reclaman ser huéspedes y no meros turistas o visitantes en tránsito, reclaman un suelo que pisar porque ya no tienen ninguno.

El problema es que todo huésped paga una renta. O por decirlo de otro modo, requiere de una relación mercantil que le permita residir más tiempo que una mera visita. Pero ese lenguaje contractual de Kant puede llevar a confusiones en nuestros días. Ese contrato no se configuraba como una condición de entrada, como lo es en nuestros días para muchos inmigrantes, sino como una garantía para evitar los abusos del imperialismo. En los tiempos de Kant los que viajaban no eran inmigrantes que huían de la miseria, sino las naciones ricas que podían saquear a las  pobres. De ahí la exigencia de un marco jurídico para limitar el poder omnívoro del imperialismo. 

La conclusión para la filósofa Adela Cortina es que existe una exigencia incondicionada de acoger al necesitado de ayuda:
"La ley de la hospitalidad, incondicionada e infinita, trasciende los pactos y contratos, y exige abrir el hogar político a quien lo precise. Las exigencias éticas preceden a las obligaciones y los derechos jurídicos."
Consciente de que la ética puede quedarse como un brindis al sol, recomienda que se regularice políticamente con políticas de acogida junto con la UE y que se busque construir la paz en los lugares de origen de los refugiados. 

 Entrevista a Adela Cortina durante el COVID-19

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