martes, 29 de enero de 2019

"LOS DERECHOS DEL HOMBRE DE THOMAS PAINE" de Christopher Hitchens (2006)

Thomas Paine fue uno de esos locuaces oradores que activaron las conciencias revolucionarias para formar los Estados Unidos de América. Algunos dicen que más dotado para la agitación que para la organización, suministró con su lenguaje llano y provocador, un entendimiento más profundo de las cuestiones básicas que permanecían opacas para el vulgo pre-revolucionario. Mientras la gloria de la Guerra de la Independencia se la llevaron figuras como George Washington, Thomas Paine todavía no tiene un monumento en la capital estadounidense. Este libro es un intento de reivindicar la figura de Paine por la que el autor, Christopher Hitchens, sentía una gran admiración al ser un padre fundador de EEUU no reconocido oficialmente.


Pero, un libro sobre otro libro debe instar a la lectura de éste último, de otra manera se puede considerar un libro fallido. En ese sentido este libro lo es. Lo mismo podría decirse de cualquiera de mis reseñas. Leer es un placer, y tanto por la forma como por el fondo, los buenos libros forman a los buenos lectores para que actúen como proselitistas y portadores de un virus que contagia el sano hábito. Otra cosa es el valor académico o de investigación que el análisis pueda tener, y ahí quizás Christopher Hitchens puede haber tenido más éxito con este libro. Hitchens analiza este clásico del derecho político, Los derechos del hombre, así como la vida de su autor con gran profusión de detalles que puede hacer las delicias del estudioso, pero que no llega a trasmitir el brío que Hitchens imprimía a sus obras, y por tanto, tampoco empuja a curiosear entre las páginas de ese clásico.

Podría haber sido un libro más sencillo y que despertase mayor interés por el tema a tratar, pero la narración es constantemente interrumpida por inoportunas referencias de todo tipo de las que su autor presume para mayor gloria de sí mismo. El punto fuerte de Christopher Hitchens no es dar fluidez a una narración histórica, al fin y al cabo él nos enseñó mucho pero no fue profesor. Su especialidad era la confrontación de ideas, el debate desde el pugilato, despellejar al contricante y provocar al lector. Y aquí es donde Hitchens encuentra interesante, hasta el punto de escribir un libro, las guerras panfletarias entre dos idealistas de una época revolucionaria: Thomas Paine y su adversario intelectual Edmund Burke. A pesar de la admiración por el primero, no niega las virtudes del segundo, y se puede apreciar la fruición que Hitchens sentía, como buen amante de la polémica que era, al revivir los debates entre estas dos figuras a las que les tocó vivir una época de cambios radicales.

Thomas Paine era hijo de un cuáquero, y aunque nunca desarrolló esa pasión por el más allá de sus padres, siempre trato la religión con respeto a pesar de que algunos aspectos de la misma le repelían. No fue ateo, pero sí deísta. Un matiz que poco importó a sus contemporáneos, que vieron en su libro La edad de la razón un ataque a la religión, "cosa que no era" según Hitchens. Nunca olvidó el poder que el influjo religioso ejercía sobre las masas, y llegado el momento la usaría en sus arengas como veremos más adelante. Su padre fabricaba corsés, legado del que quiso escapar desde edad muy temprana, pero terminó estableciéndose en Londres como supervisor de cargas aduaneras; se encargaba de "vigilar a los contrabandistas" poniendo un sello oficial a los fardos que se descargaban. Tras una serie de polémicas que no vienen demasiado al caso, lo expulsaron de su cargo, y mientras estaban decidiendo si lo admitían de nuevo o no, él contacto con Benjamin Franklin, "un hombre que personificaba la alianza entre la investigación científica y el pensamiento libre". Franklin vio el espíritu inquieto de Paine y le escribió una carta de recomendación abriéndole las puertas de América.

Pero para cuando llega al nuevo continente, "la crisis colonial de las relaciones con la madre patria británica estaba ya subiendo de tono". Rápidamente rechazó el comercio de esclavos con estas palabras:

"El hecho de que algunos miserables estén dispuestos a secuestrar y esclavizar seres humanos mediante la violencia y el asesinato para obtener beneficios es más lamentable que extraño. Pero que mucha gente civilizada - más aún, bautizada- lo apruebe y está implicada en esta práctica salvaje, resulta sorprendente".

Se puso decididamente del lado de las aspiraciones de independencia, y cuando la duda asaltaba a los americanos él aconsejaba aprovechar el momento de una ocasión histórica. La sociedad, y no el estado al que se toleraba como un mal necesario, era lo importante. La sociedad era anterior al estado y la nueva sociedad de América merecía un estado propio.

"A continuación les hablaba en el tono del único libro que todos ellos tenían en común: la Biblia cristiana (aunque la que conocía era la versión inglesa del "rey Jacobo"). Intentaba demostrar que el Antiguo Testamento no contenía justificación alguna de la monarquía, al tiempo que se las arreglaba para dar a entender, con el propósito de halagarles, que un lugar en el que no había jerarquías, como era el Paraíso, tenía su réplica en el Nuevo Mundo. Por supuesto, no se complicaba la vida con aquellos pasajes de la Sagradas Escrituras en los que se sugería que los poderes existentes habían sido conferidos por Dios."
Ya iniciada la guerra por la independencia Paine publicaba El sentido común, un panfleto que venía reforzar lo único que podía y debía hacerse, según Hitchens, en aquel lugar y tiempo, a saber, oponerse por todos los medios a la dominación inglesa. Era un llamamiento a una tierra prometida que destilaba un espíritu claramente revolucionario y que después se volvería en su contra en manos de los más conservadores.

"Se especula mucho sobre la autoría del panfleto, y en los personajes más conservadores hubo algunos que se sintieron muy incómodos. En particular, John Adams detestaba el tono subversivo y la implícita exaltación del vulgo que percibía en el texto. (Las peleas posteriores entre Adams y Jefferson, que marcaron los primeros años de la República y establecieron los puntos de referencia para las futuras disputas de la "izquierda" contra la "derecha" en el marco de la política estadounidense, siempre fueron, de manera abierta o encubierta, discusiones a propósito de Thomas Paine). Sin embargo, al cabo de unos pocos meses el Congreso Continental acordó hacer una irrevocable Declaración de Independencia, y para su redacción había nombrado una comisión que entre sus miembros incluía a Adams, Jefferson y Franklin. Fue Jefferson el designado para reunir las distintas tendencias en una sola versión, resulta obvio que había leído El sentido común y aprobaba su contenido. (Incluso introdujo un párrafo en el que se denunciaba el tráfico de esclavos, pero el Congreso lo eliminó antes de que el documento fuera aprobado y publicado.)"

Una vez terminada la guerra George Washington trató de establecer una compensación a Paine por sus servicios voluntarios, aunque no lo consiguió. El estado de Nueva York sí le dio una granja y una casa de un tory que había huido. Y allí podía haberse jubilado, sin embargo se embarcó de nuevo para Europa en busca de financiación para un proyecto de un puente: la ciencia y la ingeniería era también un lugar común en los políticos de la Ilustración, y Paine, básicamente autodidacta, quiso seguir haciendo historia por ese camino. Sin embargo, el azar haría que volviese a caer en un lugar y momento histórico de una nueva revolución: la Revolución Francesa.

Cuando explotó la Revolución Francesa, Paine ya era partidario de la misma como una continuación de lo que había vivido al otro lado del Atlántico. No sería el único revolucionario internacionalista; Thomas Jefferson también hizo sus pinitos en la orilla europea participando en la redacción de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. En esta nueva estancia en Inglaterra y buscando emplazamiento para su puente, conoció y se hizo amigo de Edmund Burke. No sabemos si hablo mucho o poco con él sobre la inminente guerra que se atisbaba en el horizonte francés. Lo cierto es que Burke publicó "Reflexiones sobre la revolución en Francia" que es según Hitchens, "una de las más exacerbadas peroratas contrarevolucionarias de todas las épocas".

"Por consiguiente, es importante tener en cuenta que la obra, Los derechos del hombre, tiene su propia dimensión privada y emocional: una nota de amargo disgusto por parte de un antiguo admirador que en algunos momentos puede sonar casi como la voz de un amante desdeñado."
En torno a este duelo gira buena parte del libro, precisamente la que me parece menos trascendente. Burke pretendía mantener la autoridad de la Iglesia para frenar el ateísmo y el deísmo, mientras que la obsesión de Paine era socavar los cimientos intelectuales de monarquía y de la propiedad como justificantes del ejercicio del poder. El primero representaban los intereses de la tradición, el segundo los del sufragio (no del femenino, por cierto), porque "son los vivos y no los muertos los que tienen que adaptarse". Sus dimes y diretes, sus afiladas plumas con cuestiones y nombres coyunturales han perdido su interés con el paso del tiempo. Mucho más interesante resulta saber cómo se desenvolvió durante la Revolución Francesa, y cómo se enfrentó a lo que algunos dicen que fue el primer debate moderno entre la izquierda y la derecha.

Paine no fue un ingenuo y supo ver que la revuelta que se estaba gestando en Francia estaba llena de resentimientos que harían difícil contener a la turba, pero aún así apoyó el proyecto revolucionario. Esperaba de alguna manera que los principios de Filadelfia, de 1776 y 1786, se reprodujeran de alguna manera en el París de 1789. Lo que determinó su apoyo incondicional fue la misma piedra angular sobre la que giraron sus esfuerzos en EEUU: cuestionar la legitimidad de la monarquía e instaurar la emancipación del pueblo basándose en su propia soberanía. En cambio lo que lo desanimó fue ver que la revolución estaba engendrando el Terror, y que los principios y las letras solo servían para buscar desesperadamente a quién decapitar el próximo día.

Cuando Danton propuso eliminar el sistema judicial e instaurar "tribunales del pueblo", Thomas Paine, que había sido invitado al parlamento por sus éxitos en la Revolución Americana, trató de persuadir mediante interprete (el no hablar francés obstaculizaba sus labores constantemente) que la vía correcta era una separación de poderes tipo americana. Pero falló en su empeño. También falló cuando aconsejaba solo emplear el castigo como vía para enseñar y no por venganza. Eran los tiempos de Marat, y esas palabras no estaban de moda. Y volvió a errar de nuevo cuando de la mano de su amigo Condorcet, uno de los personajes más amables, ilustrados y comedidos de toda la Revolución Francesa, se puso a redactar una constitución demasiada larga, densa y razonable.

No fueron errores en sentido estricto, sino desencantos. Como aquel que se produjo cuando ejecutaron a Luís XVI. Él no era partidario de ejecutarlo, en parte porque había sido aliado de la independencia norteamericana (interesadamente, por supuesto, para desgastar a Inglaterra), y en parte porque la avidez por castigar podía pervertir la mejor de las leyes. En los aledaños del Terror que se veía venir, Thomas Paine tuvo el coraje y la honestidad de defender un juicio justo para el Capeto. Los ecos de su primer llamamiento contra los tiranos en El sentido común, ahora se volvían disertaciones sobre la conveniencia táctica de no ejecutar al tirano francés:

"Quien desee asegurar su propia libertad deberá proteger de la represión incluso a su enemigo, porque si viola este deber, establece un precedente que le alcanzará a él mismo."

Este tipo de razonamiento utilitarista, que volvería a usar cuando defendiese su postura económica liberal para evitar guerras y señalar el fin de cualquier gobierno ("el bienestar general"), no era incompatible con una postura de principios. No consideraba que las ejecuciones fueran una solución, todo lo contrario, eran un problema heredado del Antiguo Régimen, y comparaba su erradicación con el logro revolucionario de abolir la monarquía. 

Al Capeto finalmente se le ejecutó por un voto de diferencia, y a Paine que ya estaba señalado por sus tibiezas se le arrestó en la prisión de Luxembourg. Cuando las masas demandaban cabezas para cortar, se salvó por un error al señalar su celda con tiza para ser ejecutado al día siguiente. Por lo visto, el guardia hizo una marca mientras la puerta estaba abierta, y al cerrarla, ya no se pudo ver desde fuera. El pueblo pedía sangre, y en una de aquellas desenfrenadas matanzas, el mismísimo Robespierre fue enviado a la guillotina tan solo cuatro días después. A Paine lo salvaría una intervención diplomática de última hora a cargo de James Monroe, futuro presidente de EEUU.

Un año antes, Paine que ya se había descolgado de los sueños revolucionarios franceses, y escribía a Thomas Jefferson en abril de 1793 lo siguiente:

"Si esta revolución hubiera sido dirigida de forma coherente con sus principios, habría sido muy posible extender la libertad por la mayor parte de Europa; pero ahora ya he abandonado esta esperanza." 
Enterrados como estaban sus sueños de libertad, le dio la bienvenida al "enterrador de la Revolución", Napoleón Bonaparte. Justificó el golpe del nuevo emperador como un justo contrapeso contra el intento de Londres de reinstaurar la monarquía en Francia. Al final su desprecio por la monarquía inglesa le pudo más que su instinto político, y cerró su etapa revolucionaria de la peor manera, dándole la mano a un megalómano que despreciaba al pueblo. Napoleón lo invitó a cenar y lo llenó de halagos declarándose admirador de Los derechos del hombre. Parece que Paine se dejó seducir porque nunca publicó nada en contra de Napoleón, más bien al contrario, se le conocen "indulgentes observaciones ocasionales" sobre el emperador. Aunque hay testimonios que aseguran que dijo que Napoleón era "un charlatán" ávido de sangre y sin ni siquiera un proyecto político en mente.

Desencantado por completo con todas las vueltas que estaba dando la Revolución Francesa, aprovechó la oportunidad que su amigo Thomas Jefferson, ya Presidente de EEUU, le ofreció para volver a la tierra de su primera revolución. A EEUU volvería un revolucionario importado de Inglaterra, que había militado en el lado izquierdista de la independencia estadounidense, pero que en Francia se había visto abocado a militar en el lado de la derecha, hasta el punto de terminar justificando el orden napoleónico.

Aunque su legado ha inspirado a políticos de todo tipo, siempre se declaró partidario del libre comercio, admiraba la obra de Adam Smith y desconfiaba de las injerencias gubernamentales. Veía "las desigualdades económicas como si estas fueran naturales o inevitables" por lo que es poco probable que hubiese sido socialista, deduce Hitchens. Aunque "realizó el primer esbozo de un moderno estado del bienestar" y su obra maestra Los derechos del hombre fue una temprana apuesta por los derechos humanos.

Esta tentación de juzgar a autores pasados con las lentes del presente es casi inevitable, pero también los son los errores que se comenten al hacerlo, especialmente con clásicos cuyas obras se produjeron en momentos muy críticos de la historia. Los héroes de las revoluciones nunca dejan de ser héroes y todo el mundo puede llevarlos a su terreno, como de hecho hicieron Obama y Reagan, por poner dos casos de políticos muy diferentes que defienden el orden establecido. Pero lo cierto es que a Thomas Paine siempre se le ha considerado un radical, un agitador, y en ese sentido encaja más en la tradición de izquierdas. La escasa llama que mantuvo vivo el legado de Paine vino de todo tipo de revolucionarios e izquierdistas. Noam Chomsky, tótem máximo de la izquierda más ácrata y menos sectaria, lo reivindica también para sus filas como fuente de inspiración anarcosindicalista, junto con todos los clásicos que han sido reinterpretados para justificar el statu quo (incluyendo al mismísimo Adam Smith).

Merece la pena terminar la reseña con algunas de las frases más famosas de Thomas Paine. Si se tiene en cuenta la época en las que se dijeron, se podrá entender por qué se le consideró un radical, tanto el peor como en el mejor sentido de la palabra.

-"La edad de la ignorancia comenzó con el sistema cristiano."

-"El que no se atreve a ofender no puede ser honesto."

-"La mayor amenaza a nuestra democracia no viene de aquellos que abiertamente se oponen a nosotros, sino de aquellos que lo hacen en silencio junto a nosotros."

 -"Mi país es el mundo, y mi religión es hacer el bien."

-"Es la obligación del patriota proteger a su país de su gobierno."

-"La religión Cristiana es una parodia de la adoración del sol, en la cual se puso a un hombre al que llamaron Cristo en el lugar del sol, y le ofrecieron la adoración que originalmente se ofrecía al sol."

No sería justo ignorar otros grandes y famosos aforismos de Edmund Burke:

-"Para que triunfe el mal, sólo es necesario que los buenos no hagan nada."

-"Quien lucha contra nosotros, fortalece nuestros nervios y agudiza nuestra habilidad. Nuestro antagonista es nuestro ayudante."

-"El mayor error lo comete quien no hace nada porque sólo podría hacer un poco."

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