sábado, 19 de septiembre de 2020

"EL EFECTO LUCIFER: EL PORQUÉ DE LA MALDAD" de Philip Zimbardo (2007)


¿Te conoces lo suficiente como para saber hasta dónde puedes llegar? Cuando las cosas se ponen feas, ¿hasta qué punto crees que tomas tus propias decisiones libre de influencias externas? Hace muchos años, Philip Zimbardo quiso dar respuesta a estas preguntas recreando las condiciones de un entorno penitenciario con jóvenes universitarios. Él sostenía que determinados contextos y roles sociales serían capaces de hacernos cambiar drásticamente.

El resultado fue impresionante, superando todas las expectativas incluso para el mismo autor, que se vio implicado e incapaz de pararlo cuando ya se estaba saliendo de madre. Los guardias interiorizaron sus papeles expresando un sadismo innecesario. El experimento de la prisión de Stanford (en adelante EPS), fue un hito en la historia de la psicología social. 
 

Este libro es un ajuste de cuentas, propio y ajeno, décadas después del experimento, cuando el autor pudo madurar y distanciarse de su propia experiencia y la repercusión que tuvo su experimento. Y aunque dicho experimento sea el hilo conductor del libro, lo cierto es que se trata de una investigación más ambiciosa que hace acopio de otras muchas investigaciones previas y posteriores que vienen a postular las bases de la psicología social, a saber, que prácticamente todo el mundo sería capaz de hacer una salvajada si estuviera bajo unas situaciones determinadas.

Una década antes del EPS (1971), tuvo lugar el experimento de Milgram (1961), que es también bastante conocido incluso fuera del área de la psicología. Veremos más adelante el experimento de Milgram, pero a modo de introducción podemos avanzar que las conclusiones son las mismas que las de EPS: si estuviéramos en unas situaciones propicias, incluso tú, lector, que te consideras una persona con criterio propio y una moral a prueba de bomba, terminarías aplicando una descarga mortal a otra persona que está sollozando para que dejes de presionar el botón. Esa es la tesis de este libro: no te fíes de la buena imagen que tienes de ti mismo porque solo eres otro humano más, exactamente igual que otros tantos que terminaron haciendo lo que nunca pensaron que serían capaces de hacer. Si nos dan la oportunidad y nos hallamos bajo las presiones adecuadas, muchas personas haríamos cosas que ahora negaríamos hacer.

Ambos experimentos son representativos de una época en la que se buscaba encontrar una explicación a la barbarie nazi. Ambos tienen hipótesis y conclusiones parecidas,  incluso dudas metodológicas y éticas que ahora los hacen difícilmente repetibles. 

En cualquier caso, su virtud es que sirven para abrir el debate sobre determinadas verdades poco cuestionadas porque nos resultan reconfortantes. A saber, que las personas malvadas son monstruos y que el resto estamos a salvo de terminar algún día actuando como ellos. La psicología social trata de darle la vuelta a la tortilla y postula que el peso psicológico de la situación sería capaz de hacernos hacer lo que tanto repudiamos.

LA PSICOLOGÍA DEL MAL: TRANSFORMACIÓN DEL CARÁCTER POR LA SITUACIÓN


Venimos de una cultura que sintetiza el bien y el mal en dioses y demonios. Es un marco moral que nos da seguridad en nosotros mismos. El malvado siempre es el otro. Tenemos unos "prejuicios egocéntricos" que a modo de escudo nos evita la incómoda pregunta de si nosotros podríamos ser capaces de hacer algo malvado. Lo que Zimbardo nos pide como lectores es precisamente eso

"El efecto Lucifer es mi intento de entender los procesos de transformación que actúan cuando unas personas buenas o normales hacen algo malvado o vil. [...] Cuando nos enfrentamos a una conducta inusual, a algún suceso inesperado, a alguna anomalía que no tiene sentido, ¿qué hacemos para intentar entenderla? El método tradicional ha consistido en identificar las cualidades personales que han dado origen a la acción: la estructura genética, los rasgos de la personalidad, el carácter, el libre albedrío y otras predisposiciones de la persona. [...] Los psicólogos sociales (como yo mismo) nos inclinamos a evitar el criterio disposicional cuando intentamos entender las causas de una conducta inusual. [...] Los psicólogos sociales nos preguntamos en qué medida los actos de una persona se pueden deber a factores externos a ella, a variables situacionales y a procesos propios de un entorno o un marco dado."

El lenguaje técnico que se usa confronta los factores disposicionales (la disposición interna que tiene un individuo) con los situacionales (los que afectan al individuo según la situación). Zimbardo no niega los primeros, pero considera que los segundos merecen más atención de la que han despertado normalmente. Y ello no implica ninguna disculpa de responsabilidad. Explicar el peso que los factores externos al individuo puedan tener en su conducta no significa que no sea responsable de sus actos. Pero necesitamos estudiar y explicar cómo nos afectan esos factores situacionales para saber como defendernos ante ellos. Zimbardo lo compara con las políticas de salud pública, que son tan necesarias como la medicina clínica.

A veces ese juicio sobre la capacidad corruptora de la sociedad se denomina "manzanas podridas". Pero Zimbardo va un poco más lejos. Lo sencillo sería decir que unas pocas manzanas pudrieron a otras, y limitar el mal a un conjunto de individuos. Pero, ¿y si es el cesto el causante de que esas manzanas se pudran?  Las políticas que diseñan un cesto con tan mala suerte que las manzanas que en él se depositan terminan pudriéndose deberían ser revisados. Y a veces el cesto se diseña con una intención clara de pudrir al individuo.

Estaríamos hablando de las violaciones de Nanking, los maltratos en la prisión de Abu Ghraib, el holocausto nazi y tantos otros tristes ejemplos que merecen ser estudiados para explicar cómo pudieron suceder y evitar su repetición. Uno de ellos es el genocidio de Ruanda: pechos cortados, violaciones en masa de mujeres que luego son quemadas vivas, hijos obligados a violar a sus madres, vecinos que se asesinan a machetazos a pesar de que se llevaran bien entre ellos, etc...

La deshumanización de las víctimas usando la propaganda conscientemente diseñada por quien ya sueña con las matanzas es una fase preparatoria. Los insultos de "cucarachas" que merecen ser exterminadas se prodigaron por los discursos políticos que penetraban las mentes de los asesinos. Los hutus confesaban que a pesar de saber que los tutsis no eran culpables, los descuartizaban con entusiasmo simplemente porque así se les decía que lo hicieran y porque todo el mundo hacía lo mismo.

Pero, ¿hasta qué punto se puede uno creer que el efecto imitación, la conformidad de grupo, el miedo a desobedecer o ser considerado un traidor, la ideología o la cultura, y tantos otros factores son capaces de convertir a ángeles en demonios? Zimbardo apuesta a que es posible que nuestra moral funcione como las marchas de un coche: si por alguna razón el coche se queda en punto muerto podría fácilmente caer cuesta abajo por cualquier pendiente en la que esté estacionado. Los abogados de los asesinos presentaban argumentos que nos cuesta aceptar y que escondemos bajo la alfombra de algún recóndito lugar de nuestro cerebro: "Me podría pasar a mí, le podría pasar a mi hija. Te podría pasar a ti".

¿De verdad? Esta hipótesis es la que, recordemos, Zimbardo quiere que nos planteemos mientras leemos su libro; por muy inverosímil que nos parezca y a pesar de la repulsión que nos produzca ponernos en los zapatos de los descuartizadores y violadores. Si, además de condenar la maldad, queremos entender realmente los factores que la propician, entonces no parece una propuesta tan descabellada.

"El EPS nos dice que abandonemos la noción simplista de un «yo bueno» capaz de dominar las «situaciones malas». La mejor manera de evitar, impedir, cuestionar y cambiar esas fuerzas situacionales negativas es reconocer su poder para «infectarnos» como han infectado a muchos otros que se han hallado en situaciones similares. [...] En un entorno situacional adecuado, cualquiera de nosotros puede acabar repitiendo cualquier acto que haya cometido antes cualquier otro ser humano, por muy horrible que pueda ser. Este conocimiento no excusa de ningún modo la maldad; mas bien la democratiza y distribuye su culpa entre personas  comunes y corrientes, en lugar de centrarla en los malvados y los déspotas, en los Otros en lugar de Nosotros."
El problema del planteamiento situacional es que los hechos demuestran que muchos actúan con un entusiasmo y convencimiento que no se ajusta al arquetipo del que termina haciendo algo que no quiere. Esta es la crítica de Daniel Jonah Goldhagen que analiza los casos de genocidios y masacres.

Pero no adelantemos conclusiones.

DOS COCHES ABANDONADOS: UNO LO DESTROZAN Y AL OTRO NI LO TOCAN

Zimbardo nos cuenta en el segundo capítulo como se produjeron las detenciones de tres participantes en el experimento, con la colaboración de la policía que fue a sus casas a detenerlos para dar credibilidad al experimento desde un principio. También aprovecha para contarnos como eran sus vidas y sus personalidades antes de las detenciones. Así, nos va dando los perfiles básicos de algunos de los protagonistas de esta aventura.

Pero lo más interesante del segundo capítulo es que nos cuenta otro experimento anterior al de la cárcel, concretamente dos años antes, en 1969, Zimbardo dejó dos coches abandonados en la calle, sin matrículas y con las puertas abiertas. El primer lo aparcó el Bronx, donde la criminalidad era alta. En el segundo caso en Palo Alto, donde la comunidad universitaria y la riqueza de sus vecinos lo hacían uno de los barrios más seguros del país. El resultado es que el primero fue desvalijado y desmontado a los pocos minutos mientras que el segundo permaneció sin daños durante muchos días. Incluso cuando estaba lloviendo alguien cerró su capó para que no se mojara. Esta diferencia podría ser debida a las diferentes clases sociales, pero Zimbardo no se conformó con esta explicación, y rompió un cristal del coche de Palo Alto para comprobar si ese hecho marcaría la diferencia. Y efectivamente así fue, los resultados fueron finalmente los mismos, reproduciéndose los actos vandálicos en un lugar donde se supone que eso no debería pasar.


Según Zimbardo, todo se debe a factores ligados al anonimato ("que nos hacen pensar que los demás no nos conocen o no les importamos"). Si a nadie le importa, si nadie es sancionado, si nadie vigila, si todo el mundo lo hace... ¿Por qué no voy a hacerlo yo? Es como esa pendiente por la que la moral puede deslizarse como un coche en punto muerto. Un pequeño detalle lleva a otro mayor, y así el coche, el edificio, la persona termina haciendo algo que normalmente no haría.

 

Esta es precisamente la famosa teoría de las ventanas rotas que se ha usado en política criminal para luchar contra el vandalismo. Según esta teoría, si dejas una ventana rota en un edificio abandonado no tardarán en meterse en él para hacer hogueras y terminar de destrozarlo. Y al contrario, si cuidas los detalles y mantienes una apariencia de orden y no dejas pasar delitos menores, evitarás que se cometan delitos mayores. El problema con la teoría de las ventanas rotas es que solamente se basa en ese experimento. Es decir, nunca hubo un experimento con dos edificios, solo existió el de los dos coches.

Y por si no fuera poco, existe cierta controversia que los autores de la teoría de las ventanas rotas nunca aclararon: para que la gente se animase a destrozar el coche de Palo Alto fue necesario que los investigadores de Zimbardo se subieran al coche iniciando los destrozos. Ese pequeño detalle, sacado a la luz por Bench Ansfield, podría cambiar por completo las conclusiones de la teoría de la ventanas rotas, y en mi opinión, incluso el mismísimo experimento de Zimbardo.

LOS DIFERENTES PERFILES DE LOS CARCELEROS Y LOS RECLUSOS

Se describe pormenorizadamente cómo discurrió el experimento: los encontronazos de los reclusos con sus carceleros, la asignación de número a los reclusos para desindividualizarlos, las instrucciones que Zimbardo les da a los carceleros, la rutina de los recuentos que tan solo parecen tener la intención de molestar a los reclusos, etc...

Son muchas las situaciones que se describen y no tendría mucho sentido comentar unas y no otras. Para obtener una visión de conjunto de lo que significaba formar parte del experimento hay que leerlas todas: algunos prisioneros fueron más rebeldes que otros, algunos carceleros fueron más crueles que otros, algunas situaciones pusieron de manifiesto la conformidad incluso de los familiares mientras que otras rebelaron la excesiva implicación de los diseñadores del experimento.

DIFERENCIAR LA REALIDAD DE LA FICCIÓN

Las reflexiones que más interesantes me parecen son las que tienen que ver con la dificultad para diferencias la realidad de la ficción. Las diferencias entre una cárcel de verdad y otra de mentira eran conocidas por todos los participantes. Los carceleros sabían que no les podían pegar a los prisioneros. Eso fue un límite que no se traspasó, salvo si tenemos en cuenta algunos empujones. Se podría decir, especialmente de los reclusos, que se metieron en su papel de tal manera que se desdibujaron los limites entre realidad y experimento: llegado el caso de un gran sufrimiento o ansiedad hubiese sido muy fácil salir del experimento con tan solo solicitarlo, pero no lo hicieron. Ni siquiera cuando se les dio les ofreció expresamente la renuncia al dinero, para poder salir, invocando de alguna manera la realidad de que estaban siendo partícipes de un experimento voluntario, fueron capaces de sustraerse a la fuerza de la ficción.

Quizás la explicación sea un malentendido que nació de una conversación que tuvieron con Doug Karlson, el recluso rebelde y ácrata que ya entró desde un principio situándose en contra del sistema carcelario. A Karlson, con el número asignado 8612, no paraban de encerrarlo en la celda de aislamiento y los guardias le hacían la vida imposible. Llegado el momento, solicita ver a los superiores y pide irse. Casi a punto de liberarlo, y con la intención de que no cunda el ejemplo entre el resto de los reclusos echando a perder el éxito del experimento, le ofrecen ser confidente a cambio de que un mejor trato. Desconcertado por el ofrecimiento no dice ni que sí ni que no. Quizás avergonzado por el mero hecho de que se lo propusieran y tener que soportar las sospechas de sus compañeros al haber sido tentado, 8612, cuenta al resto que ha intentado salir y no le han dejado. Ni los carceleros ni Zimbardo lo desmienten. Eso mina la moral de los reclusos, y desde ese momento la tensión crece, intentando estos colapsar el sistema de alguna manera, y los carceleros empleándose a fondo para que los otros aprendan a ser unos buenos prisioneros.

Para mayor retorcimiento de la realidad, a las visitas que recibían nunca les dijeron que habían perdido esa capacidad de abandonar la prisión por voluntad propia. Los reclusos asumían que esa era la nueva circunstancia, y los familiares creían que sus hijos reclusos estaban comprometidos con su parte dentro de la ficción. El colmo viene cuando los reclusos solicitaron asistencia religiosa y jurídica a los familiares, y los organizadores aceptaron que un cura y un abogado se entrevistasen con ellos. Ambos personajes se movieron con la misma embriaguez onírica por la prisión ficticia, actuando en parte con criterios y expectativas reales y por otra sabiendo que todo era un experimento donde los sujetos estaban por propia voluntad.

Toda esta ensoñación hace que el experimento no sea repetible porque en mi opinión fue fruto del azar, de esa discusión en concreto que generó el malentendido perfecto para que la linea entre la realidad y la fantasía se desdibujase permitiendo que el experimento llegase tan lejos.

8612 no tardaría en tocar fondo y finalmente sería puesto en libertad tras amenazar con cortarse las venas, matar a un guardia y pedir a chillidos que llamasen a su madre. Él mismo describiría su explosión como una mezcla de realidad y ficción difícil de separar: "No sabía bien si la experiencia de la prisión me había desquiciado o si yo mismo me había inducido esas reacciones [adrede]".

Al poco de marcharse 8612, oyeron a otros reclusos que comentaron las intenciones de 8612 de volver con amigos suyos desde el exterior para invadir la falsa prisión y liberar al resto de reclusos. Así que ahí tenemos a un reputado profesor de psicología, tratando con la policía como un paranoico director de prisiones que teme una rebelión. Zimbardo incluso llegó a camuflar la angustia que estaban teniendo los reclusos cuando los visitaban sus familiares, y él lo racionalizaba en su rol de director, como hacen todas las instituciones cada vez que se ven cuestionadas. El profesor empático y servicial que se desvivía por sus alumnos en clase se había convertido en sujeto de su propio experimento. No podía parar, hacía todo lo posible por desempeñar sus papel y lejos de poner coto a los excesos de los carceleros los contemplaba frotándose las manos con todos los datos que iba a sacar de todo eso.

El preso 416, un flacucho que entró en sustitución del que se había marchado, terminó desempeñando el papel de defensor de principios al estilo Ghandi. No solo no se alteraba y planteaba una huelga de hambre que desconcertaba a todo el mundo, sino que también usaba argumentos muy obvios pero olvidados por todos:

"Y entonces 416 rompe el espejismo y recuerda a todos los que le pueden oír que los carceleros están violando el contrato que firmó en su día para participar en este experimento. (me quedo atónito al ver que nadie reacciona al oír estas palabras. Están totalmente atrapados en su prisión ilusoria.)"

Cuando la junta de libertad condicional, (falsa por supuesto, como todo lo demás, pero que se crea para seguir experimentando el ambiente verosímil de la prisión) habla con 416 le pregunta si desearía obtener la libertad condicional a cambio de perder todo el dinero que pueda obtener de su estancia en la prisión, éste les contesta que claro que sí, que su tiempo no vale tan poco como para pasar un minuto más allí dentro. Sin embargo, Zimbardo nos cuenta que una vez más se impone la ficción a la realidad y cuando le dicen a 416 que se levante y se vaya, reacciona como un preso de verdad que sabe que le toca volver a se celda, en vez de como un estudiante que ya se ha hartado de un experimento voluntario:

"«Llévenselo de aquí.» Y entonces, 416 hace exactamente lo mismo que ayer hicieron los demás: como un autómata, y sin que nadie le diga nada, se pone de pie y extiende los brazos para que le pongan las esposas en las muñecas y la bolsa en la cabeza antes de que lo saquen de la sala.
Curiosamente, no exige que la junta ponga fin ahora mismo a su participación en el estudio. Si no quiere cobrar, ¿por qué no dice simplemente: «¡Dejo el experimento. que me traigan mi ropa y mis cosas, y adiós muy buenas!»?

Tuvo que ser la novia de Zimbardo la que le despertase de ese letargo y le empujase a dar por terminado el experimento. En una visita rutinaria de Christina Maslach pudo ver el ambiente que había creado su prometido (posteriormente se casarían) y le avergonzó por haber permitido que se cruzasen todos los límites éticos de un experimento científico.


La euforia cundió por el sótano de la Universidad de Stanford cuando se comunicó oficialmente que el experimento había terminado. Los reclusos estaban claramente más entusiasmados con la idea de que se hubiese terminado, pero de alguna manera, también con la idea de haber resistido. Por el contrario, los carceleros no se mostraron tan entusiastas.

MIRANDO HACIA ATRÁS

Era el momento de echar una mirada retrospectiva, una vez calmadas las aguas, y que cada uno explicase como vivió aquella experiencia. Los frutos del experimento se seguían recogiendo una vez acabado el mismo. Muchos carceleros pidieron disculpas por haberse sobrepasado en una reunión conjunta que tuvo lugar semanas después. Otros no lo hicieron y justificaron sus actuaciones como mera obediencia a las normas, sin ninguna autocrítica.

"creo que empecé a abusar de mi autoridad como consecuencia de mi total libertad para mandar sobre ellos."

"sin darme cuenta, me encontré dándole órdenes a mi madre en casa"

"También era consciente de que, aunque me había portado bien con los reclusos, me había traicionado a mí mismo. Permití que toda aquella crueldad  sucediera sin hacer nada salvo sentirme culpable y ser un buen tío. Francamente, no pensaba que pudiera hacer nada. Pero es que ni siquiera la intenté. Hacía lo que hacía la mayoría. Me quedaba sentado en nuestro cuarto intentando olvidarme de los reclusos."

"Los veía como borregos y su situación no me importaba en lo más mínimo."

"A veces estaba a punto de olvidar que los presos eran personas, pero siempre pude refrenarme a tiempo. Los veía como simples «reclusos» y perdía de vista su humanidad."

"Me sentía como un verdadero carcelero, y la verdad es que me había creído incapaz de llegar a sentir algo así. Me quedé sorprendido -mejor dicho, consternado- al ver que era capaz de ser tan... bueno, que era capaz de actuar de una forma que antes ni se me habría pasado por la cabeza. Además, actuaba sin sentir culpa ni remordimiento. Después, al reflexionar sobre lo que había hecho, me di cuenta de que esto  surgía de una parte de mí mismo en la que nunca había reparado."

 Zimbardo aprovechó los vínculos que había creado para mantener el contacto con muchos de ellos, y conforme el experimento se hacía famoso en la cultura popular y sacaban reportajes en la TV, Zimbardo avisaba a sus antiguos sujetos para que intervinieran o simplemente pudieran poner la TV a tiempo.


Una de esas entrevistas tuvo lugar en la NBC, y fue muy interesante ver cómo recluso y carcelero se sinceraban:

Hellmann: «Cuando te pones un uniforme y te dan un papel, quiero decir, un trabajo, y te dicen: “Tu trabajo es mantener a esas personas a raya”, es evidente que no eres la misma persona que si llevaras ropa de calle y tuvieras un papel diferente. Te acabas convirtiendo en esa persona en cuanto te pones el uniforme caqui y las gafas, agarras la porra y te metes en tu papel. Ése es tu disfraz y, cuando te lo pones, tienes que actuar en consecuencia».
Clay: «Eso duele, me hace daño, y lo digo en presente, eso me hace daño».
Hellmann: «¿Qué es lo que te hace daño? ¿Pensar que la gente pueda ser así?».
Clay: «Claro. Pude ver con mis ojos algo que nunca había visto. Había leído mucho sobre ello. Pero nunca lo había visto. Nunca había visto a nadie cambiar así. Y sé que eres un buen tío, ¿sabes? ¿Me entiendes?».
Hellmann (Sonríe y niega con la cabeza): «Eso no lo sabes».  
Clay: «Claro que lo sé; eres un buen tío. No tengo malos...».  
Hellmann: «Entonces, ¿por qué me odias?».
Clay: «Porque sé en qué te puedes convertir. Sé de qué eres capaz cuando te dices a ti mismo: “Bueno, tampoco voy a hacer daño a nadie”. “Total, es una situación controlada, y sólo serán dos semanas”».
Hellmann: «Pues imagina que estás tú en esa posición, ¿qué harías?».
Clay (pronunciando cada palabra lentamente y con mucha claridad): «No lo sé. No puedo decirte que sé lo que haría».
Hellmann: «Pues harías...».
Clay (interrumpiendo a Hellmann): «Ni hablar, no creo que pudiera tener tanta inventiva como tú. No creo que le pudiera echar tanta imaginación. ¿Entiendes?».  
Hellmann: «Sí, pero...».  
Clay (interrumpiéndole otra vez y pareciendo disfrutar de su nueva sensación de poder): «¡Creo que sólo habría sido un carcelero, no creo que lo llevara hasta ese nivel de obra maestra!».  
Hellmann: «La verdad es que no veo que hiciera tanto daño. Degradante sí que era, pero eso formaba parte de mi pequeño experimento particular para ver cómo...».
Clay (con incredulidad): «¿Tu pequeño experimento particular? ¿Por qué no me explicas eso?».  
Hellmann: «Pues nada, que hacía unos experimentos por mi cuenta».
Clay: «Cuenta un poco más, que siento curiosidad».
Hellmann: «Pues mira, quería ver cuánto maltrato verbal podía aguantar la gente antes de empezar a protestar, antes de empezar a plantar cara. Y me sorprendió que nadie me dijera “basta”. Nadie me dijo: “Oye, para ya de decirme todo eso, que te estás pasando de rosca”. Nadie dijo nada y todo el mundo aceptaba lo que decía. Les decía: “Ve y dile a aquél que es una mierda pinchada en un palo”, y lo hacían sin rechistar. Hacían flexiones sin rechistar, se quedaban en el hoyo, se insultaban unos a otros, y eso que, en principio, tendrían que estar muy unidos; pues no: ahí los tenías a todos insultándose porque yo se lo había dicho y sin que nadie pusiera en duda mi autoridad. Y la verdad es que me sorprendió mucho [tiene los ojos llorosos]. ¿Por qué nadie dijo nada cuando empecé a maltratar a la gente? Cada vez me pasaba más, pero nadie decía nada. ¿Por qué?».

Los participantes se sometieron a varias escalas y test de personalidad para asegurarse de que no metían en el experimento a ningún desequilibrado. Todos, tanto carceleros como reclusos, estaban dentro de un rango normal de personalidad. Estas pruebas fueron capaces de prever algunas diferencias en la conductas, como por ejemplo el caso del buen carcelero John Landry obtuvo una puntuación alta en empatía. En cambio el más malo de los carceleros obtuvo la puntuación más baja en masculinidad de todos los participantes (no así el otro carcelero que también destacó por su crueldad que consiguió la puntuación más alta en la misma escala de entre todos los carceleros).

REPRESENTAR UN PAPEL

La inmersión en los roles
que se les habían asignado, tanto los reclusos en su papel bidimensional de sumisos o rebeldes, como la de los carceleros en su papel más unidimensional de crueles e impersonales, parecía que ocupaba la mente de los sujetos sin dejar espacio a nada más. Es decir, uno podría esperar que cuando llegaba el momento de descansar, los reclusos fuera de la vista de los carceleros se relajaran y evadieran hablando de política, de deportes, o simplemente haciendo amistades. Al fin y al cabo, era un estudio en el que participaban por mero interés económico. No era, o no debía ser tan importante para ellos.

Eso es justamente lo que se esperaría de un actor que interpreta un papel y cuando termina vuelve a casa sin necesidad de seguir actuando, pues ni le pagan por eso ni hay ningún público que le esté observando. Pero no fue eso lo que sucedió. El 90% de las conversaciones de los reclusos giraron en torno a su vida en la prisión ficticia, y ni siquiera entre los carceleros hubo ni una muestra de humor.

"Hay pruebas abundantes de que prácticamente todos los participantes reaccionaron en uno u otro momento de una forma que iba mucho más allá de lo que les exigía su papel y que penetraba profundamente en la estructura psicológica del encarcelamiento. Es probable que alguna reacción inicial de los carceleros estuviera influida por la orientación que les habíamos dado, cuando les expresamos a grandes rasgos la atmósfera que deseábamos crear para simular la realidad de una prisión. Pero fueran cuales fueran las exigencias generales que aquellas directrices pudieran haber planteado a los carceleros para que fueran unos «buenos actores», no deberían haber influido en ellos cuando estaban en la sala de oficiales o cuando creían que no les observábamos. Por los informes posteriores al experimento sabemos que algunos carceleros habían sido especialmente brutales cuando se quedaban a solas con los reclusos en las salidas al lavabo, donde les empujaban contra el urinario o contra la pared. Las conductas más sádicas que observamos tuvieron lugar al final del turno de tarde y al principio del de la noche, cuando, como supimos después, los carceleros creían que no les mirábamos ni grabábamos sus acciones, es decir, cuando creían que, en cierto sentido, el experimento se hallaba «en suspenso». "
Aunque una vez acabado todo, todos fueron evaluados y todos volvieron a su estabilidad psicológica, durante el tiempo del experimento la angustia, temblores, ansiedad, etc... se pusieron de manifiesto de una manera totalmente real.

"La experiencia de ser un recluso todo un día me había causado la angustia suficiente para no acercarme a la prisión el resto de la semana. Y cuando regresé para las entrevistas finales aún no lo había superado: no comía bien, sentía nauseas constantemente y no recuerdo haber estado nunca más nervioso. Aquella experiencia me afectó tanto que fui incapaz de hablar de ella con nadie, ni siquiera con mi mujer."
LAS RESPUESTAS DEL PODER Y EL PODER DE LAS RESPUESTAS

Sin embargo, en algunas ocasiones los roles son tan insidiosos o intensos que los actores terminan interiorizando su papel con tanta energía que no pueden escapar de su personaje. En esas circunstancias se terminan compartimentando las emociones y los juicios con la intención de poder seguir representando el rol sin destruirse así mismo. Nos sacudimos de encima nuestra responsabilidad" y se la atribuimos al rol diciéndonos que es ajeno a nuestra naturaleza habitual". Algunos nazis encontraron en esa distanciación de sí mismos una excusa moral cuando se sentaban en el banquillo de Nuremberg. No es que alegasen cumplir órdenes, (como argumento jurídico), que también, sino que al hacerlo era como si ellos fueran sustancialmente diferentes de sí mismos, como si fueran dos personas diferentes: el soldado obediente y el ciudadano con conciencia. Ellos creían que el que se debería sentar en el banquillo era solo el primero, y se debería dejar libre al segundo.

"[...]  esta compartimentación nos permite alojar mentalmente aspectos contradictorios de nuestras creencias y experiencias en cámaras separadas para evitar interferencias. De este modo, un buen esposo puede ser un adúltero libre de culpa; un sacerdote piadoso puede ser un pederasta; un agricultor bondadoso puede ser un despiadado esclavista."

Lo primero que hacían los nazis con los judíos que llegaban Auschwitz era tatuarles un número y afeitarles la cabeza. Aunque la función declarada de estas acciones fuera el mejor conteo o la desparasitación, estas medidas tenían una función psicológica más importante: despojarles de su individualidad. Esto también se hizo en nuestro experimento. Y también se dotó a los guardias de una parafernalia  igualadora y de anonimato, que diese a todo el asunto una apariencia de proceso industrial imparable, incuestionado: las gafas, los uniformes y las actitudes impasibles, etc...

Cuando el poder quiere facilitar que se sigan las órdenes excesivas, salvo que use una ideología compartida, recurren a estas tácticas de anonimato y desindividuación. A ello hay que sumarle la necesidad de aprobación o respaldo social que se canaliza a través de un sistema de normas imperativas que recompensa al cumplidor y condena al que las infringe al ostracismo y a ser rechazados por el grupo.

Y cuando esto no es suficiente, el individuo debe afrontar la disonancia cognitiva de hacer algo que está en contra de sus creencias. La persona intenta compatibilizar de alguna manera ese conflicto mental, y cuanto mayor es la diferencia entra una cosa y la otra, mayor es la disonancia que se genera. Algunos intentan cambiar sus creencias, y otros intentan cambiar la interpretación de sus acciones: 
"Y, cuando ya las han hecho, ofrecen «buenas» racionalizaciones de por qué han hecho lo que no pueden negar que han hecho. La gente tiene más capacidad para racionalizar que para ser racional".

A veces todas estas necesidades e inquietudes son aprovechadas por el poder, el sistema que hace de cesto en el que las manzanas se pudren. Otras veces funciona sin necesidad de ser dirigidos desde una cúpula política o militar, simplemente está todo interiorizado en la cultura. Y la interiorización puede llegar a ser tan poderosa que una respuesta concreta puede generar un estado de ánimo capaz de modificar la realidad, de tal forma que una sospecha se puede interiorizar tanto que se convierta en una profecía auto-cumplida.

"Por ejemplo, en un famoso experimento (realizado por el psicólogo Robert Rosenthal y por Lenore Jacobson, la directora de la escuela del estudio), cuando se hizo creer a unos enseñantes que ciertos niños de sus clases de primaria eran «superdotados latentes», esos niños acabaron destacando en los estudios aunque los investigadores los habían elegido al azar."
LAS EXCUSAS, EL ANÁLISIS Y LA ÉTICA 

La hipótesis de fondo que guarda el Experimento de la Prisión de Stanford es que todos tenemos un potencial de maldad o heroicidad latente que está esperando la situación propicia para activarse. ¿Significa eso que no hay culpables? No, pero a la hora de hablar de la culpabilidad es conveniente que se gradúe teniendo en cuenta cómo funciona del poder de las situaciones.
"Con todo, quisiera hacer una observación muy importante: entender «por qué» se ha hecho algo no justifica ese «algo». El análisis psicológico no equivale a una especie de «excusología». Las personas y los grupos que se comportan de una forma inmoral o ilegal siguen siendo responsables moralmente y legalmente de su complicidad y de sus delitos. Sin embargo, al determinar la severidad de su sentencia, se deberían tener en cuenta los factores situacionales y sistémicos que han causado su conducta."
¿Fue ético el experimento? Esta es una pregunta muy pertinente. No solo como científico moderno que revisa la legitimidad moral de sus investigaciones, sino también porque el EPS, junto el Experimento Milgram sobre la obediencia, son clásicos de la psicología social que han dado mucho que hablar precisamente porque llevaron a los sujetos a unos límites que hoy en día no se tolerarían.

Zimbardo es muy autocrítico con el papel ético que él mismo jugó dentro de su experimento. Pero, por lo general, salva la ética general del estudio pues aunque hubo gente que sintió verdadera aflicción y estrés, lo cierto es que una vez entrevistados, todos los participantes dejaron testimonios del legado positivo que supuso para sus vidas: desde el aprendizaje personal hasta la forja de vocaciones que terminaron en carreras universitarias de psicología.

Sin embargo, el fuerte de la ética para un experimento de este tipo es los efectos que pueda tener en la ciencia y la sociedad. En otras palabras, si sirvió para algo. Para Zimbardo sí mereció la pena porque sirvió para revisar, cuestionar y rediseñar el sistema penitenciario estadounidense. El EPS trascendió las fronteras de la psicología y se representó en la cultura popular, donde no es extraño que mucha gente haya oído hablar de él o haya visto películas que dramatizan los hechos acaecidos en aquel sótano universitario.

Pero como toda herramienta, puede usarse para el bien y para el mal. Y Zimbardo tiene el convencimiento de que su experimento fue usado en otros sótanos más sórdidos: los del Pentágono, en donde se diseñaron las políticas de torturas de la inteligencia norteamericana. Cuando Zimbardo, que en otros tiempos protestaba contra la guerra de Vietnam, leyó el siguiente informe de unos colegas suyos, terminó por aceptar algo tan desagradable como inevitable:

"La ventaja que tiene la administración de los Estados Unidos en relación con el estudio de Stanford es que tiene la posibilidad de decir que no sabe nada: no hay órdenes de torturar, aunque es indudable que la situación provocará torturas."

Quizás todo eso, junto con todas las críticas que recibió el EPS por su crueldad, fue lo que lo que empujó a Zimbardo a redimir su proyecto, ofreciendo una cuenta de resultados más positiva que negativa.

"Estas actividades que he llevado a cabo como consecuencia del EPS las he emprendido con la idea de que forman parte de una misión ética. Para equilibrar la ecuación de la ética relativa, sentía que era necesario compensar el dolor que sintieron los participantes en el EPS maximizando los beneficios de esta investigación para la ciencia y la sociedad."

¿Existió contaminación por parte de Zimbardo? En otras palabras, ¿se condicionó la conducta de los sujetos? En terminología académica se dice cuando existe esa contaminación existe una "característica de la demanda". La charla inicial de Zimbardo podría haber sido una característica de demanda. Es cierto que se les prohibió ejercer violencia física, pero como el propio Zimbardo reconoce fue mucho menos explícito con la violencia verbal y psicológica, dejando muchos huecos por donde se colaron grandes dosis de sadismo. Además, por mucho que Zimbardo descarte esa posibilidad, en su libro podemos leer cómo se le reprendía a uno de los guardias por ser demasiado flojo con los reclusos. Si es no es influir en la conducta, entonces ¿qué lo es? 

El pseudónimo de Hellman que hemos visto antes, responde el verdadero nombre de Dave Eshelman, al que los reclusos llamaban John Wayne, por su pose de tipo duro como un Sheriff de Hollywood. Eshelman nos cuenta en una entrevista mucho tiempo después que de alguna manera tenía en mente satisfacer lo que Zimbardo esperaba de él. 


Zimbardo descarta demasiado a la ligera esta opción y comenta con ironía que Eshelman podría estar viviendo algo parecido a los personajes de Roshomon, el clásico de Kurosawa donde cada uno cuenta una historia diferente habiendo visto lo mismo.


PODER, CONFORMIDAD Y OBEDIENCIA

El ser humano es un animal necesitado de relaciones sociales, y al igual que otros animales buscamos ser aceptados por nuestra comunidad de semejantes. Y nos aterra ser excluidos de la misma. Lo que nos diferencia de los animales es la crueldad refinada que somos capaces de ejercer sobre los demás para conseguir esos objetivos sociales, desde un niño que quiere presumir delante de su pandilla hasta un adulto que busca el reconocimiento de su profesionalidad o de su posición de poder.

Los psicólogos sociales han ideado experimentos muy sugestivos para poner a prueba estas tendencias y ansias que despiertan cuando la situación adecuada tiene lugar.

El pionero fue Solomon Ash con sus experimentos sobre la conformidad, la cualidad de adaptarnos al entorno. En unas imágenes de archivo de los años 60 se recrea el experimento más famoso, y quizás el más gracioso. Se trata del experimento del ascensor: un tipo se mete en el ascensor donde hay varias personas dando la espalda a la puerta, y el tipo, poco a poco, sin que nadie le diga nada, termina adoptando la misma posición. 

 


Ash también puso a prueba la conformidad de la gente haciendo preguntas que en teoría iban sobre percepción visual, como por ejemplo, si una linea es más larga que otras, representadas en un panel delante de muchas personas. Todas esas personas, excepto el sujeto del estudio, habían recibido instrucciones para emitir un juicio erróneo muy obvio sobre la longitud de una de las líneas. La prueba medía la independencia o conformidad del verdadero sujeto al que se estudiaba. La mayoría de las veces los sujetos que eran realmente objeto del estudio terminaban afirmando que la línea más larga no lo era, y todo por la presión implícita de tener un grupo de personas que decía lo contrario. Se trata de que mucha gente no es capaz de mantener una posición en solitario, por muy evidente que le resulte, si hay otras muchas personas que opinan lo contrario, por muy incorrecto que sea. A esto se le llama conformidad.

"El 30% de los sujetos originales mostró conformidad en la mayoría de las pruebas. Algunos dijeron haberse dado cuenta de las diferencias entre lo que ellos veían y lo decían todos los demás, pero creyeron más oportuno decir que estaban de acuerdo con los otros. Sin embargo, hubo otros que resolvieron esta discrepancia ¡creyendo que el grupo tenía razón y que eran ellos los que se equivocaban!"

El estudio de Milgram sobre la obediencia a la autoridad es ya un clásico en la disciplina de la psicología social. Un investigador con bata blanca le dice al sujeto del experimento que aplique una descarga eléctrica a otra persona que se halla en otra habitación. Esa otra persona, actúa en complicidad con el supuesto investigador, y cada vez que responde erróneamente a una serie de preguntas, se le pide al sujeto que eleve cada vez más el voltaje. El castigado se equivoca una y otra vez, y chilla cada vez más, fingiendo sufrir e incluso suplicando que paren, a medida que el falso voltaje va subiendo con cada error. 

El inesperado resultado es que una mayoría del 65% los sujetos examinados llegaron a aplicar voltajes máximos, supuestamente mortales. El experimento de Milgram se ha repetido muchas veces alterando diferentes factores. Si se introduce a un gancho que se resiste, el verdadero sujeto también suele resistirse. Si hay más distancia física es más probable llegar a un voltaje mayor. Si el sujeto se intercambia el puesto con el investigador, no llega tan lejos, etc.

Aunque Zimbardo defiende que este experimento se ha repetido varias veces y de diferentes maneras y que está entre los más generalizables de las ciencias sociales, lo cierto es que en los últimos años ha recibido algunas críticas sustanciales.

CRÍTICAS A MILGRAM Y SU LEGADO

Leyendo para esta reseña supe que los resultados de Milgram han estado siendo cuestionados desde hace años cuando se abrieron los archivos de Yale. Y hay una autora en particular, Gina Perry, que nos dice que los verdaderos resultados de Milgram fueron escondidos por él mismo, y que ahora podemos ver que nos dicen justo lo contrario de lo que se publicitó en su momento y que muchos hemos creído durante décadas. Otras críticas mas benignas dicen que "No hubo un comportamiento burocrático de sometimiento a las normas, sino un verdadero entusiasmo por la ciencia": recordemos que a los sujetos se les decía que habían acudido a un experimento sobre el papel del castigo en el aprendizaje.

No estoy seguro si todo esto se debe a una de esas guerras internas que ahora arremeten contra la psicología social (dentro de la cual entrarían las recientes críticas que dicen que Zimbardo también escondió sus resultados) o si por el contrario debemos desconfiar del carácter científico del experimento de Milgram.

Sea como fuere, Milgram ha sido un ejemplo para otros científicos sociales que han avanzado en esa línea de investigación dejando claro que los contextos situacionales tienen un poder considerable. En los años 60 se idearon otros experimentos que pusieron a prueba el poder de la autoridad médica, cuando unas enfermeras desobedecen un protocolo ante una orden taxativa de un médico. En los años 80 se evaluó la obediencia administrativa a la autoridad cuando se debe aplicar una medida punitiva cuyas consecuencias no se observan directamente. En los 90 detuvieron a David Richard Stewart como autor de un delito de estafa consistente en hacerse pasar por policía en una llamada telefónica en la que le pedía a un encargado de Mcdonald's que retuviese y cachease a una empleada suya sospechosa de haber cometido un delito. Los cacheos derivaban en abusos sexuales con los que el estafador se excitaba.  

 


Un día después del asesinato de Martin Luther King, la profesora de primaria Jane Elliott les dijo a sus alumnos de ojos azules que eran superiores a los de ojos marrones, para días después invertir la arbitrariedad alegando que se había cometido un error. De esta manera todos los niños ocuparían posiciones de poder, con privilegios y prejuicios, y todos sufrirían las consecuencias de la discriminación. Tanto el grupo de ojos azules como el de ojos marrones, se comportaron de manera hiriente y despótico cuando les llegó el turno, probando de esta manera como las etiquetas pueden cambiar nuestra conducta social, y niños que son dulces y empáticos pueden llegar a invertir su conducta.

Muchos de estos episodios de racismo y obediencia nos recuerdan a los tiempos de la Alemania nazi. No es ninguna casualidad que tanto Milgram como Asch eran judíos, y ambos manifestaron sus ambiciones de poder explicar lo que pasó durante la II Guerra Mundial. Esa inexplicable obediencia se lleva investigando durante casi un siglo para dar respuesta a qué pudo pasar para que la cumbre de la cultura europea se hundiese en la miseria moral del nazismo. La cuestión del Holocausto judío todavía sigue arrojando ensayos cada año que añaden matices y explicaciones. Desde las tesis de la banalidad del mal de Hannah Arendt hasta los hombres ordinarios de Christopher Browning, pasando por el antisemitismo eliminador de Daniel Jonah Goldhagen, la literatura ensayística del Holocausto es una fuente de la que no para de emanar un continuo caudal de visiones y revisiones que nunca hallan una respuesta definitiva.

En 1967 un profesor de Palo Alto decidió demostrarles a sus alumnos que ninguna sociedad libre estaba libre de las pulsiones dictatoriales que pueden nacer incluso dentro de una democracia, y llevó a cabo lo que se conoce como el experimento de "La Tercera Ola": creo un movimiento, con nombre, orden, ideales y simbología propia que hacia que sus alumnos experimentaran una fuerte pertenencia al grupo y que terminó desmadrándose hasta el punto de tener que interrumpirlo porque los alumnos estaban creyéndose realmente que eran diferentes de los que no pertenecían a la Tercera Ola.

Zimbardo recopila otros casos como el de los torturadores de Brasil en la época de la Guerra Fría, o el del pastor Jim Jones que consiguió que 900 personas se suicidaran y que incluso padres matasen a sus hijos, o los terroristas del 11-S... todos ellos personas que fueron definidas como normales y corrientes, buenos vecinos y de buena familia, como a menudo se describe a los cogen un subfusil en EEUU para disparar a diestro y siniestro en la escuela de turno.

DESINDIVIDUACIÓN, DESHUMANIZACIÓN Y MALDAD POR INACCIÓN

La desindividuación es el proceso por el que uno pierde su propio criterio para adoptar el del grupo al que pertenece. De alguna manera deja de ser individuo para ser masa. Estamos hablando de las conductas violentas que se ven aumentadas por entornos colectivos, como los partidos de fútbol, donde el frenesí empuja al individuo a fusionar su conducta con la del colectivo. Cuando miles de personas entonan un himno o gritan un lema es muy difícil sustraerse a esa corriente de opinión y expresar una discrepancia (en mi opinión, la diferencia entre esto y la conformidad está algo difusa, y Zimbardo no lo aclara en ningún momento).

El anonimato es un factor que contribuye a este proceso. Esto es lo que nos dicen los manuales de psicología social, aunque parece ser que Zimbardo trata el anonimato como sinónimo de desindividuación, y no solo como un factor de la misma. Por ello ideó un experimento, una variante de Milgram pero sin autoridad, en la que un grupo de mujeres que aplicaba descargas a otras bajo una excusa creíble en un contexto de investigación científica. Zimbardo dividió a los grupos de mujeres en grupos anónimos y no anónimos, para alcanzar el previsible resultado de que las mujeres cuya identidad quedaba oculta llegaban más lejos en la administración de descargas que las que actuaban a cara descubierta.

"Desde el punto de vista vivencial, esto no responde a una motivación sádica de querer hacer daño a otras personas, sino a la sensación vigorizante que produce el dominio y el control sobre los demás en ese momento concreto. [...] cualquier cosa o cualquier situación que haga que una persona se sienta anónima, que sienta que nadie sabe quién es o a que nadie le importa, reduce su sentido de la responsabilidad personal y, en consecuencia, hace posible que pueda actuar con maldad."


"El señor de las moscas"
Para el profesor Zimbardo el paradigma de desindividuación se plasma en la novela "El señor de las moscas" donde unos niños se disfrazan para dar rienda suelta a sus instintos más brutales para con otros niños. Más allá de la ficción, en el mundo de la antropología cultural, encontramos casos de jóvenes guerreros que matan despiadadamente en el campo de guerra, pero que son tiernos hijos en sus hogares. Esto se consigue haciendo que los guerreros apliquen un cambio de aspecto externo, algo que no los haga identificables. Nótese el importante matiz que Zimbardo da con sus ejemplos de anonimato: no se trata de la máscara que usa un ladrón para no ser identificado por una cámara de seguridad y escapar de la justicia, sino de una máscara que el sujeto se pone para escapar de sí mismo, para poder actuar libre de su propia conciencia, para poder experimentar una transformación que le facilite sus objetivos.
"diferencias entre las sociedades que entran en guerra sin hacer que los jóvenes guerreros cambien su aspecto y las que incluyen alguna transformación ritual del aspecto pintando la cara y el cuerpo de los guerreros o dotándolos de máscaras [...] de las veintitrés sociedades para las que encontró datos, había quince en las que los guerreros cambiaban su aspecto. Y eran las sociedades más destructivas; el 80 % de ellas (doce de un total de quince) trataba brutalmente a sus enemigos. En cambio, esta conducta no se daba en siete de las ocho sociedades cuyos guerreros no modificaban su aspecto antes de entrar en batalla."
Hay dos maneras para lograr estas transformaciones. La primera ya la hemos visto: reducir la responsabilidad social, que se puede conseguir básicamente con anonimato (nadie sabe quién soy o no le importa saberlo). La segunda es reducir el interés en la autoevaluación. La primera busca minimizar el juicio externo, y la segunda el juicio interno. Aunque siguiendo las explicaciones de Zimbardo, esto es algo contradictorio, porque acabamos de ver como los guerreros usan máscaras no para escapar de la justicia (están en guerra y no van a ser sancionados), sino para dar rienda suelta a su violencia. 

La segunda se consigue con las drogas que alteran nuestro estado de control y conciencia, creando estados de fuertes de emociones hipertensas en donde las hormonas sustituyen al pensamiento, y donde la búsqueda del placer inmediato se convierte en la brújula moral de un territorio donde no existe ni bien ni mal, ni cielo ni infierno, ni responsabilidad ni castigo. 

La deshumanización ha sido tan habitual a lo largo de la historia que apenas necesita comprobación experimental. Durante todas las guerras se han aplicado etiquetas de animales al enemigo. Es una manera efectiva de reducir sus humanidad para facilitar la violencia contra el mismo. Se decía de los judíos que eran ratas, de los tutsi que eran cucarachas, y un largo etcétera.

Albert Bandura, otro afamado psicólogo y pedagogo canadiense, se atrevió a investigar los efectos de la deshumanización en la conducta. Diseñó un experimento con supuestas descargas eléctricas (el peso de Milgram parece que ha lastrado la creatividad de los experimentos posteriores) y comprobó que cuando se hace saber al sujeto que la persona a la que va a aplicar las descargas recibe la etiqueta de animal ("un hatajo de animales"), recibe más y peores descargas, que si lo que recibe es el mensaje de que son buenas personas. 


Bandura es más conocido por su teoría de que los niños aprenden conductas violentas de sus padres o su entorno. Su archiconocido experimento del "muñeco bobo", aunque tiene interpretaciones alternativas, básicamente demostraba la capacidad de los niños para reproducir conductas violentas que han visto en sus mayores: un adulto golpea un muñeco que luego el niño cuando es dejado a solas en la habitación de los juguetes golpea con la misma saña y gestos de violencia. Siempre se ha puesto en duda la idoneidad de ese muñeco para el experimento, por lo atractivo frente al resto de los juguetes. Pero en términos generales, se puede afirmar que los niños aprenden fácilmente de conductas observadas previamente.

Como ya nos adelantaba el autor en el primer capítulo, y nos explicará con más detalle en el último, las etiquetas también pueden tener efectos positivos.: "Creo que todos somos héroes en potencia a la espera del momento situacional adecuado"

Queda por analizar la maldad por inacción, ese factor a menudo olvidado y que en la práctica es el más abundante. Todos contemplamos en la TV como se mueren niños de hambre de países lejanos, eso podría considerarse maldad por inacción. Pero no es necesario irse muy lejos. El caso de Kitty Genovese que fue perseguida durante media hora por su asesino mientras 38 personas observaban el espectáculo (por eso también se le llama efecto espectador). Otra mujer salió desnuda y cubierta de sangre cuando logró zafarse de su violador, y pidiendo socorro en la calle nadie la ayudó, hasta el punto de que el violador casi logra meterla de nuevo en el edificio sino llega a pasar la policía por el lugar por pura casualidad. 

 


El estudio de estas situaciones se llama el estudio de los circundantes, los que están de paso, los espectadores. Las investigaciones nos dicen que cuantos más hay, menos probable es que ayuden.

"Formar parte de un grupo que observa pasivamente significa que cada persona presupone que hay otras que podrán o querrán ayudar, por lo que existe menos presión para entrar en acción que cuando una persona está sola o se encuentra acompañada únicamente de otro observador. [...] Más que por insensibilidad, el hecho de no intervenir no sólo se debe a que temamos por nuestra vida en una situación violenta, sino también a que negamos la gravedad de la situación, tememos equivocarnos o hacer el ridículo, o pensamos en el coste de meternos «donde no nos llaman»."
MALTRATOS Y TORTURAS EN ABU GHRAIB

Zimbardo se metió de lleno en el escándalo de la prisión de Abu Ghraib, abordando las semejanzas entre su experimento de una prisión ficticia y lo que sucedió en otras prisiones reales. Y lo hace con tanta persistencia y profundidad en los últimos capítulos que bien pudiera haber escrito otro libro con ese tema.

Corría la época de la guerra de Irak, y la posterior invasión estadounidense. En los medios de comunicación se empezaban a filtrar las grotescas e inhumanas imágenes de soldados estadounidenses que se mofaban y torturaban a prisioneros iraquíes. Todo un escándalo para una sociedad que se vanagloriaba de llevar la democracia a un régimen totalitario como el de Saddam Hussein. Para una mayor ironía Abu Ghraib era una prisión iraquí que bajo el mandato de Saddam Hussein se usaba para torturar, ... exactamente lo mismo que EEUU estaba haciendo. Las explicaciones de las autoridades norteamericanas fueron del tipo: "eso solo es un caso aislado, tan solo una manzana podrida".

El lenguaje y la justificación llamaba poderosamente la atención al profesor Zimbardo que venía barajando toda esa terminología como unas instrucciones de manual desde hacía tiempo. Pero él no tenía habilidades periodísticas ni contactos para intervenir en ese debate público donde él podría aportar su experiencia. Sin embargo, tuvo suerte cuando un antiguo estudiante de Stanford que trabajaba en la radio relacionó los dos asuntos y llamó al profesor. De ahí las entrevistas de Zimbardo fueron escalando por los medios, hablando de cestos y manzanas, hasta que el abogado de uno de los acusados de torturas lo llamó como perito.

A primera vista quizás le resulte paradójico al lector, igual que me lo pareció a mi, que la sensibilidad anti-imperialista de Zimbardo finalmente se tradujera en prestar testimonio a favor de los torturadores de las prisiones de Abu Graib. Pero si se piensa bien, el interés de Zimbardo siempre fue explicar la maldad, de ahí que su libro se llame "El efecto Lucifer". Parece lógico entonces, que independientemente de su condena moral, su curiosidad científica lo acercase a los verdugos y no a las víctimas.

Y además, si efectivamente el Pentágono usó sus descubrimientos para interés propio, eso también pudo motivar que Zimbardo se sintiera responsable de las conducta malévola de esos guardias de Abu Graib y hasta cierto punto empatizara con su envilecimiento. Zimbardo niega esa hipótesis aclarando que sus simpatías estaban Joe Darby, el soldado que se atrevió a sacar a la luz estas torturas, pero que como única manera de acceder a toda la información aceptó declarar para la defensa de los acusados.

Cuando Zimbardo analizó los perfiles de los acusados se dio cuenta de que las semejanzas con los estudiantes de su experimento universitario eran todavía mayores. Los soldados no eran los típicos macarras que se meten a policías para liberar una furia latente. Muy al contrario, se trataba de personas con altos índices de conformidad y virtudes que en otras circunstancias los hubiesen llevado a ser protagonistas de una amable campaña de alistamiento. No sufrían patologías y habían sido modélicos en otros puestos de trabajo anteriores. Incluso dentro de la prisión, habían tenido preocupaciones éticas que habían tratado de transmitir en varias ocasiones. Pero debido a la falta de formación, a su inexperiencia manejando una situación estresante con muchos horas de trabajo sin descansos y bombas cayendo por todas partes, no supieron ejercer el control sobre sus subordinados, y por eso, como responsables (no como autores de las torturas), se enfrentaban a un juicio. 

¿Quién no recuerda esas imágenes que dieron la vuelta al mundo? Soldados estadounidenses azuzando a perros agresivos contra hombres y esposados, a veces incluso poniéndoles la correa a los prisioneros como si fueran ellos los perros, o aquella otra de un hombre con los brazos en cruz y con cables en los dedos y en el pene al que habían hecho creer que si bajaba los brazos se electrocutaría. En algunas se vieron a prisioneros obligados a simular felaciones y orgías, la misma idea que se les ocurrió hacer a los falsos carceleros del EPS: y mientras sucedía la humillación moral y sexual los soldados posaban triunfantes dejándose fotografiar con sus trofeos.
Parece una pauta común en situaciones de guerra y de degradación moral. Sucedió durante la II Guerra Mundial cuando los nazis se hacían fotografías cortando las barbas de los judíos. Y se volvió a repetir con el genocidio armenio o en los peores tiempos de la América segregacionista: son las fotografías trofeo, como si de una cacería se tratase, el clímax de una lucha contra un animal que se exhibe como trofeo. Como un animal...esa es la clave: la deshumanización, que permite tratar al prisionero como un infrahumano, peor incluso que a un animal por el que se puede llegar a sentir alguna compasión.

Salvo algunas fotografías que habían sido preparadas para amedrentar a otros prisioneros, la mayoría de ellas respondían a fuerzas situacionales como las que analiza Zimbardo: anonimato, permisividad de los controles, impunidad, sed de poder, desindividuación y conformidad. Pero Zimbardo no niega que como todo acto de esta naturaleza los motivos pueden ser varios y complejos. En concreto acepta que la venganza (de tener a un enemigo entre sus manos) y el racismo (tras el 11-S) fueran unos fuertes motivos que acentuarán las degradaciones. Tampoco fueron solo los americanos. Los británicos también hicieron lo mismo, rompiendo piernas con bates de metal y orinando sobre los prisioneros, pero eso trascendió menos a los medios porque se encargaron de destruir casi todas las pruebas.

Zimbardo no se cansa de repetir que su enfoque situacional no debe ser usado como una excusa para liberar de culpa al torturador, simplemente dice que a la hora de ponderar las condenas habría que tener más en cuenta las fuerzas situacionales. Por ejemplo piensa que la condena de uno de los peores inculpados, Chip Frederik, fue demasiado dura, y que si no llega a ser por el efecto mediático de las fotos y el deseo del gobierno de EEUU de dar un castigo ejemplar, la condena habría sido menor. Como prueba de ello muestra otros ejemplos de juicios militares con casos peores, como condenas por asesinatos en la Guerra de Vietnam, que se saldaron con muchos menos años de condenas. Aquí creo que Zimbardo se equivoca, pues en vez de sacar la conclusión de que Chip Frederik fue duramente sentenciado a 10 años, debería haber concluido que el teniente William Calley fue tratado con demasiada indulgencia (condenado a 3 años por matar a más de 100 civiles vietnamitas y posteriormente indultado). La descompensación es obvia, pero ¿por qué fijarse como meta la condena de tres años y no la de doce?

La cuestión de Abu Ghraib termina con un ejercicio de política-ficción en la que Zimbardo sienta en el banquillo a los responsables de estas manzanas podridas: los que han diseñado el cesto que provoca la putrefacción de las manzanas. Es el sistema, con sus responsables políticos y asesores técnicos a la cabeza, quienes deberían rendir cuentas por mantener un sistema que permite la tortura. O incluso más, por facilitar las herramientas jurídicas que propician las torturas, o las dejan impunes cuando son ordenadas desde arriba. Trucos como los de quitarles la condiciones de prisioneros de guerra para evitar la Convención de Ginebra, o llevarse los detenidos a prisiones fuera de territorio estadounidense con la intención eludir la protección jurídica que deberían tener por estar bajo mando americano, son claramente unas estrategías que persiguen la impunidad. 

La profusión de informes y detalles horrorosos que Zimbardo expone para apuntar con el dedo a los altos mandos son demasiado crudos y extensos como para tratar de resumirlos con unas pocas líneas. Desde Donald Rumsfield y George W. Bush, hasta asesores y consejeros civiles y militares que miraron a otro lado, sabiendo que en sus sórdidos sótanos se estaba torturando hasta la muerte. Algo que incluso desde un punto de vista estrictamente militar era un fracaso:

 "[...] una prueba de que todos aquellos maltratos y humillaciones salvaran una sola vida estadounidense o permitieran capturar a un solo terrorista importante, a pesar de la insistencia del ejército en que la prisión producía «inteligencia útil»"

LA BANALIDAD DEL BIEN

En la parte final del libro se deja a un lado todas esas situaciones que nos incitan a hacer el mal, y se subraya que la maleabilidad del ser humano también lo hace propenso a hacer el bien bajo determinadas circunstancias. 

Tomando como referencia la banalidad del mal, aquel clásico ensayo en el que se analizaba la personalidad del nazi Adolf Eichmann, Zimbardo le da la vuelta a la tortilla y afirma que todos nos podemos convertir en héroes. Si Arendt concluía que Eichmann no era ningún monstruo sino una persona normal y corriente, Zimbardo nos dice que los héroes tampoco están hechos de una pasta especial.

 


Resistirse a la maldad de un sistema, a la presión social, al rol asignado, a una orden injusta, etc... es algo que puede entrenarse, y Zimbardo nos ofrece un decálogo de avisos que siempre deberíamos tener en mente para no caer en ser unos carceleros sin escrúpulos: pedir perdón, asumir la responsabilidad, no vender libertad por seguridad, etc...

Pero la aproximación a la heroicidad es escurridiza. Para empezar la heroína de su experimento es su mujer, la estudiante que en los años 70 fue capaz de convencer a Zimbardo para que parase el experimento de la prisión de Stanford. No es muy objetivo, porque en ningún momento se plantea la pregunta de si ea chica no hubiese sido su novia, ¿le habría hecho caso? ¿Se habría atrevido ella a levantar la voz de no haber tenido una relación sentimental con él?

En segundo lugar se trata de un fenómeno poco estudiado en la literatura académica, que siempre se ha interesado por los malvados, pues nos fascinan y nos intrigan más que los buenos. 

En tercer lugar los héroes son etiquetas que dependen mucho del entorno cultural, y  normalmente dejan pasar mucho tiempo para considerar y homenajear a ese héroe, mientras que el villano basta pillarlo infraganti para comenzar a castigarlo y estudiarlo. Alejandro Magno es todavía considerado un héroe o "un vil maleante" según la historia del pueblo que se tenga en cuenta.

No obstante, sí aporta enfoques objetivos e interesantes al fenómeno de la heroicidad. Por ejemplo, los actos de valor que se hacen en solitario pierden ese halo de admiración:

"Por lo tanto, a los carceleros les fue fácil colgarles la etiqueta de alborotadores y presentarlos como culpables de las privaciones que iban a sufrir los demás. Sus actos se podrían considerar heroicos, pero a ellos no se les puede considerar héroes porque nunca actuaron para cambiar aquel sistema de maltratos haciendo que otros  se unieran a su causa."
El héroe debe tener una motivación desinteresada, debe pensar en plural y no individualmente, debe ser sociocéntrico, no egocéntrico, y su acto debe ser voluntario y que suponga un riesgo sin beneficio esperado. Esto no es una taxonomía aceptada por los expertos. Él mismo dice que es muy novedosa y abierta a las aportaciones de investigaciones posteriores, aunque dice poco de él que invoque estudios de dudosa base científica como los de Martin Seligman y su psicología positiva.

Acabaremos esta larga reseña repitiendo una dicotomía reiterativa, que por más que sepamos ver las diferencias nunca terminamos de saber diferenciarlas en la práctica: si pillamos a un niño robando una golosina siempre hay quien dice que eso es lo que ha aprendido en su entorno, pero también hay quien dice que otros niños con entornos similares o peores no lo hacen. Entonces, es responsabilidad personal del niño o es de la sociedad. Y si queremos elevar un poco más la incertidumbre pensemos que el que roba no es un niño sino un adulto. ¿Y si emplea violencia? ¿Lo aprendió o es que era una persona violenta? Podemos ir rizando el rizo y complicando la ecuación añadiendo más gravedad al delito, más o menos agravantes y/o atenuantes. Y nos daremos cuenta de que el debate no está cerrado en absoluto.

Por lo que respecta a Zimbardo, tiene claro que su apuesta es la situacional, pero no olvida que esa dicotomía siempre estará presente. Ignorarla restaría credibilidad a cualquier respuesta.

"Es de esperar que los ejemplos y los datos presentados en este libro pongan en su lugar el rígido error fundamental de atribución que sitúa en las cualidades interiores de la persona la principal fuente de sus actos. Hemos añadido la necesidad de reconocer el poder de las situaciones y el andamiaje conductual que proporciona el Sistema que crea y mantiene el contexto social. [...] 

Como he destacado reiteradamente, este planteamiento no niega en modo alguno la responsabilidad de aquellos policías militares ni les exime de culpabilidad; ninguna explicación ni comprensión puede excusar aquellas fechorías. Pero entender cómo se produjeron aquellos sucesos y qué fuerzas situacionales actuaban sobre los soldados puede ofrecer una base para impedir que se repitan las circunstancias que desencadenaron aquellos actos inaceptables. Castigar no es suficiente. Los «sistemas malvados» crean «situaciones malvadas», crean «conductas malvadas» y convierten en «manzanas podridas» incluso a las buenas personas."


                                                      Zimbardo nos explica su teoría

Enlace a la web oficial del libro "El efecto Lúcifer": www.prisonexp.org/spanish
 






1 comentario:

  1. Negar que nuestras experiencias previas (vivencias, enseñanzas, rechazos,) tienen poca influencia en nuestros actos o son menos importantes que las situacionales, para el resultado final, me parece un error.
    Es evidente que en estados puntuales de estrés o estar dentro de un grupo reducido, que te ¨come la cabeza¨, puede ser determinante. Pero es el individuo el que elige o no estar en esa situación, en la mayoría de los casos.

    Sin los que estuvieron en el experimento los que eligieron estar, los soldados los que no pidieron el traslado de destino, etc

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