lunes, 22 de agosto de 2016

"LOS ENAMORAMIENTOS" de Javier Marías (2011)

“Los enamoramientos” es un título engañadizo, no sé si voluntaria o involuntariamente. En cualquier caso, no supone ninguna sorpresa mayúscula para el que conozca la obra y estilo de Javier Marías. Si el lector se acerca a la novela buscando alguna tierna historia de tórridos y románticos momentos bajo la luz de la luna se llevará un batacazo de aúpa.

Es una historia de amor que esconde amargos secretos e intrincadas reflexiones sobre cómo nos afectan los secretos, las palabras, los gestos, y el mero hecho de conocer algo que no deberíamos haber sabido.



Javier Marías nos presenta una historia aparentemente sencilla. La narradora es una mujer (algo chirriante viniendo de Javier Marías), María Dolz, que desayuna todos los días en un bar donde un matrimonio, Luisa Alday y Miguel Desvern, con el mismo hábito matinal, le sirven de inspiración para sus cavilaciones sobre la naturaleza del enamoramiento y el concepto de matrimonio ideal. Sus fantasías la aproximan tanto a esa pareja que cuando el marido fallece repentinamente, nuestra narradora voyeur se arma de valor para darle el pésame a la viuda, la cual la invita a pasar por su casa. Una vez en la casa coincide con un viejo amigo del matrimonio, con el que María Dolz tendrá una aventura. Lo que descubrirá sobre su amante, o más bien el proceso del descubrimiento, es lo que servirá de excusa para que florezca el genuino estilo de Javier Marías.

Ese es el punto de partida argumental del libro, y sin embargo, uno podría prescindir del mismo para captar su esencia. Me explico.


LA TRAMA SUPERFICIAL Y LA TRAMA ESENCIAL


Si uno lo desea puede limitarse a una historia de suspense en donde la muerte de un personaje nos lleva a turbias implicaciones para los que quedan vivos. También se puede acometer este libro como una novela rosa, donde una sufrida mujer encuentra un amor no correspondido al principio, y rechazado al final, cuando ella se da cuenta de que él puede no ser como ella se lo imaginó. En cualquiera de esas dos variantes la consideraría una novela fracasada. 


Sin embargo podemos contemplar una tercera posibilidad, y es que el argumento sea irrelevante porque de lo que trata la novela (y otras del mismo autor) es de nuestros monólogos interiores: monólogos sobre la culpa, sobre la naturaleza del conocimiento y de la narración, sobre el efecto del tiempo. Y entonces es cuando se puede entender que Javier Marías sea un firme candidato para el Nobel de Literatura.


En ese sentido sería irrelevante porque los hechos que se nos relatan pasan a un segundo plano debido a la profundidad y dedicación que reciben los pensamientos de los personajes. El hecho que sucede, es una mera excusa para dar rienda suelta a la reflexión que el personaje hace sobre él mismo. De hecho la misma naturaleza de la reflexión no es privativa del suceso, sino que se deja fluir libremente y se repite de cuando en cuando con otros sucesos, y alcanza en interés y extensión cotas mucho mayores que la relevancia del acontecimiento que la originó. 


"-Lo que pasó es lo de menos. Es una novela, y lo que ocurre en ellas da lo mismo y se olvida, una vez terminadas. Lo interesante son las posibilidades e ideas que nos inoculan y traen a través de sus casos imaginarios, […]"



EL ENCANTAMIENTO

Es como si el autor consiguiese desplumar lo anecdótico, dejando la peculiaridad accesoria de toda historia a un lado, flotando en la superficie que es donde debe estar. Y por otro lado, rescatase de las profundidades lo verdaderamente universal, lo que todos hemos sentido alguna vez, lo que a todos se nos ha pasado por la imaginación alguna vez, con lo que todos hemos soñado despiertos. Eso es lo que nos une como lectores e incluso como seres humanos. No la circunstancia, devenir o suerte de unos personajes que con los años se nos olvidarán. Sino la condición pensante y divagadora que nos permite dar vueltas una y otra vez sobre los pensamientos de los demás, e incluso sobre los nuestros propios, y de los que tienen los demás sobre los nuestros…etc.


En mi juventud me leí las obras completas de Sherlock Holmes, y a duras penas conseguiría explicar la trama de alguna de sus aventuras. Sin embargo sí puedo describir el carácter y el proceder del afamado detective, así como el ambiente de la época victoriana. Algo parecido sucede con las obras de Javier Marías, pero lo que subyace tras sus historias no es el carácter de un personaje ni la ciudad en la que sucede, sino algo todavía mucho más íntimo con lo que cualquier lector puede sentirse identificado.


¿Y qué es eso tan universal que nos une? Pues lo que Javier Marías denominaba en Corazón tan Blanco "el encantamiento". Esto es, las divagaciones que secretamente pensamos de los demás y de nosotros mismos. A veces involuntariamente, a las que nos acostumbramos desde pequeños porque crecemos con ellas… y nos moriremos con ellas. No siempre verbalizadas, no siempre orgullosos de las mismas, pero ineludiblemente nuestras. O mejor dicho, ineludiblemente nosotros.


También en “Los enamoramientos” se hace un guiño al término encantamiento.


“Si Luisa y Desvern se ausentaban unos días, los echaba de menos y me enfrentaba a mi jornada con más pesadumbre. En cierta medida me sentía en deuda con ellos, porque, sin saberlo ni pretenderlo, me ayudaban a diario y me permitían fantasear sobre su vida que se me antojaba sin mácula, tanto que me alegraba de no poder cerciorarme ni averiguar nada al respecto, y así no salir de mi encantamiento pasajero.”


Esa capacidad de los personajes de Marías para dejar volar la mente y contar los pensamientos que un personaje piensa que puede tener otro, y con todo ello hacer una composición maestra de lo que es el discurrir permanente al que a veces nos obliga nuestra cabeza, es la marca de fábrica de Marías, presente en todas las novelas que he leído de él.


“Yo jamás había pensado los pensamientos de nadie, lo que pueda pensar otro, ni siquiera él, no es mi estilo, carezco de imaginación, mi cabeza no da para eso. Y ahora en cambio lo hago casi todo el rato.”
[...]
“Me di cuenta de que había sido yo quien se había espaciado más rato en esos pensamientos prestados, bien es verdad que incitada o contagiada por ella, es muy aventurado meterse en la mente de alguien imaginariamente, luego cuesta salir a veces, supongo que por eso tan poca gente lo hace y casi todo el mundo lo evita” [...]

Se trata en definitiva de ser capaz de trasladar al papel cavilaciones íntimas, divagaciones complejas y hasta mentalmente retorcidas, y narrarlo con tal maestría que las identifiquemos como propias con absoluta normalidad. ¿Cuántas veces nos han estado hablando y hemos estado construyendo paralelamente un discurso interno, soñando despiertos con otra deriva argumental, ansiada o temida, de la conversación que hemos dejado en segundo plano? ¿Cuántas veces hemos deducido una serie de acontecimientos u opiniones sobre nosotros, a partir de un simple comentario que alguien hizo, o incluso de una sola palabra, o del tono con el que se emitió una interjección? No importa si la deducción es acertada o no, lo que trasciende, permanece y se repite es ese proceso mental imparable, esa conversación interior que nos penetra y con el que penetramos a los demás. 

EL CONOCIMIENTO INVOLUNTARIO

Creo que era David Hume quien decía que la cualidad del buen escritor es escribir sobre cosas que nos parecen tan evidentes que nadie más se molesta en escribir sobre ellas. Javier Marías encajaría perfectamente en esa definición. Porque incluso las personas más simples se hacen sus propias composiciones de lugar sobre lo que opinan de ellas sus semejantes, o sobre qué tono debería haber usado en una particular conversación, o que habría sucedido si en vez de ser preguntado por fulanito (a quien adora) le hubiesen preguntado por menganito (a quien deplora). Es algo cotidiano y humano, algo que hemos aprendido a domesticar para que no nos estorbe ni nos hastíe en demasía pero que llegadas las circunstancias, si lo propiciamos adecuadamente o simplemente nos dejamos llevar, nos puede envolver con cierta embriaguez. 


Para algunos detractores de Javier Marías su mayor defecto es su densidad sintáctica. Largas frases, con múltiples opciones que se dejan abiertas mientras sigue la trama. Marañas gramaticales que se suman a repeticiones, sinónimos e ideas que se enlazan sin apenas signos de puntuación. No es que la historia en realidad sea compleja, es que su forma de escribir la complica, se quejan algunos. Y tienen razón, pero solo en parte. Porque si bien es cierto que a veces se le exige al lector cierta paciencia y constancia para no perderse en un párrafo y enfrentarse a la fragosidad de pensamientos, también es cierto que no hay forma más pura de enseñarnos una digresión incontrolada que hacer pasar al lector por ella. Al igual que un buen reportero de guerra no esconde la carnicería y la sangre, Javier Marías nos expone a lo que no queremos ver, pero que es necesario sentir y vivir para contarnos su historia, nuestra historia en definitiva, el cristal por el que disfrutamos viendo a los demás, pero en cuyo leve reflejo nos vemos a nosotros mismos, a medio camino entre la vergüenza y la curiosidad.


Cualquier abreviación o versión maquillada de tan íntima y universal complejidad solo puede ser una deshonestidad del algún tipo, además de alguna impotencia narradora de la que obviamente el autor que nos ocupa carece.


Hay una sutil línea divisoria sobre la que Javier Marías medita a menudo. Se trata de un difícil equilibrio entre lo que se conoce por propia voluntad y lo que se conoce por accidente, incluso  queriendo evitarlo. A veces tenemos la opción de saber un poco más de lo que sabemos, pero tampoco estamos muy seguro s de querer saberlo, o nos planteamos la legitimidad de saberlo cuando no nos pertenece. El conocimiento nos condiciona, y lo que en unos momentos es un tesoro que deseamos rescatar de las profundidades, en otras ocasiones puede convertirse en una pesada carga que nos obligue a pensar en lo que en realidad no deseamos. No siempre podemos elegir, pues muchas veces nos enteramos por  conversaciones ajenas de las que somos testigos involuntarios. De la naturaleza narradora del matrimonio y de "los oídos que no tienen párpados" ya se encargó el autor de advertirnos en “Corazón tan blanco”


Cuando María Dolz se entera de la muerte de Desvern lo hace cabalgando sobre estas dicotomías:


“Recuerdo haber caído, en aquellos días, sobre un titular del periódico que hablaba de la muerte a navajazos de un empresario madrileño, y haber pasado rápidamente  de página, sin leer el texto completo, precisamente por la ilustración de la noticia: la foto de un hombre tirado en el suelo en mitad de la calle [...] no se le veía bien la cara y en todo caso no me detuve a mirársela, detesto esa manía actual de la prensa de no ahorrarle al lector o al espectador las imágenes más brutales [...] como si la descripción con palabras no bastara [...] no estoy dispuesta a participar de esa costumbre que se nos impone, no me da la gana de mirar lo que se nos insta a mirar o casi se nos obliga, [...]”



LA MUERTE Y LA HORRIBLE FUERZA DEL PRESENTE

J.Marías diría: "Los recuerdos pasan, pero el presente permanece"


El paso del tiempo y como éste lo emborrona todo es otra constante en la obra de Marías. El tiempo parece ser un condicionante, a priori molesto, pero que se  acoge con estoicismo. “El tiempo todo lo cura” nos dice el dicho popular, a lo que Javier Marías bien podría replicar: “… y todo lo entierra”. Porque uno puede reírse de muchas muertes ocurridas en un pasado remoto, incluso si fueran violentas o nos resultasen próximas de alguna manera, mientras que una sola muerte de hoy mismo, aún ajena o anónima, nos causa un mayor respeto. 

En "Mañana en la batalla piensa en mí" el narrador era todavía menos escrupuloso, y sobre muertes truculentas ya nos advertía nada más empezar la novela:

"Pero esa es una muerte horrible, se dice de algunas muertes; pero esa es una muerte ridícula, se dice también, entre carcajadas. Las carcajadas vienen porque se habla de un enemigo por fin extinto o de alguien remoto, alguien que nos hizo afrenta o que habita en el pasado desde hace mucho, un emperador romano, un tatarabuelo, o bien alguien poderoso en cuya muerte  grotesca se ve sólo la justicia aún vital, aún humana, que en el fondo desearíamos para todo el mundo, incluidos nosotros. Cómo me alegro de esa muerte, cómo la lamento, cómo la celebro. A veces basta para la hilaridad que el muerto sea alguien desconocido, de cuya desgracia inevitablemente risible leemos en los periódicos, pobrecillo, se dice entre risas [...]"

La actualidad, y más la actualidad inmediata de nuestra época nos somete a un incesante duelo. Demasiadas desgracias pasan en frente del televisor mientras cambiamos de canal o preparamos la ensalada. 


En algún sentido freudiano, los que sobreviven se hermanan con nosotros, pues siguen ocupando el mismo mundo y nos recuerdan que formamos parte del club de los vivos, un club de actualidad al fin y al cabo. Los muertos van al Hades, y cuanto más tiempo pasa más lejos los sentimos. Claro está que los añoramos y que su ausencia nos apena en sumo grado, y que pactaríamos con el diablo para que nos los devolvieran, pero ya desde su desaparición pasan a ser como esos vecinos que se mudan y que sabes que nunca volverán. Y el tiempo, en realidad, solo hace que esa posibilidad trajera consecuencias indeseadas porque el mundo siguió su curso sin el fallecido, y tanto pudo cambiar que una vuelta inesperada al mundo de los vivos trastocaría el nuevo orden de cosas que se implantó tras su muerte: las herencias tendrían que deshacerse e incluso los nuevos amores se verían cuestionados.


Injusto en cierto sentido, pues en el pasado habitan la mayoría de nuestras vivencias, mientras que el presente es singular, caprichoso y veleta, sin ninguna dirección tomada pues no ha dado tiempo a conformar nada. Pero atendemos al presente con pleitesía y egoísmo, como si se tratase de un niño mimado y malcriado, y le damos a sus antojos una prevalencia desmesurada. 


Eso es especialmente cierto cuando se trata del amor. Los caducados se minusvaloran, como la zorra de la fábula que no alcanzaba las uvas y se consolaba pensando que estaban podridas, aunque en nuestro ejemplo la zorra ya probó las uvas, y más que figurarse un mal sabor, debe olvidarlo, ya fuera éste dulce o amargo. En contraposición, los vigentes se defienden con un incondicionalismo canovista: “Con la patria se está, con razón o sin ella”.


“Yo he visto a viudos y viudas desconsolados que durante mucho tiempo han creído que jamás levantarían cabeza de nuevo. Sin embargo, luego, cuando por fin se han rehecho y han encontrado otra pareja, tienen la sensación de que esta última es la verdadera y la buena y se alegran íntimamente de que la antigua desapareciera, de que dejara el campo libre para lo que ahora han construido. Es la horrible fuerza del presente, que aplasta más el pasado cuanto más distancia y además lo falsea sin que el pasado pueda abrir la boca, protestar ni contradecirlo ni refutarle nada.”



EL MOMENTO DE LA TERMINACIÓN

También puede ser injusto que algunos finales traumáticos consigan inmortalizar lo que toda una vida no consiguió, o incluso lo que se daría toda una vida para olvidar.


“el final de alguien es tan inesperado o tan doloroso, tan llamativo  o tan prematuro o tan trágico –en ocasiones tan pintoresco o ridículo, o tan siniestro-, que resulta imposible referirse a esa persona sin que de inmediato la engulla o contamine ese final, sin que su aparatosa forma de morir tizne toda su existencia previa y en cierto modo la priva de ella, algo de lo más injusto. La muerte chillona se hace tan predominante en el conjunto de la figura que la sufrió, que cuesta mucho recordarla sin que sobre el recuerdo se cierna al instante ese dato último anulador [...]”


Lo cierto es que ese momento de la terminación, independiente de cómo lo recuerden los demás, es el último de verdad para el que está a punto de morir. Los demás podremos elucubrar sobre cómo fue y qué pensó, pero solo la víctima lo sabe. Quizás por eso también queremos irnos a la cama cada noche con una imagen placentera en la cabeza, y no queremos ver cosas desagradables en la televisión poco antes de irnos a dormir. Deseamos dulces sueños a los demás, que en realidad es igual que intentar sustraerlos de los malos sueños. Que sean de un tipo o de otro, depende en buena medida de nuestros últimos momentos de terminación.


María Dolz presencia (sí, presencia, esa es la palabra) dentro de su mente una conversación hipotética del muerto (que todavía no lo es), y su mejor amigo, Javier Díaz Varela. Aquel le pide mediante muchas indirectas, que le sustituya si él muriese. Y Díaz Varela, sin negarse, trata de convencer a Miguel Desvern de lo desafortunado de la idea, a pesar de que él no puede esconderse a sí mismo cuánto le gusta Luisa, la mujer de su mejor amigo. Por su parte Miguel Desvern trata de convencerse a sí mismo de que no es algo que tenga que suceder, tan solo algo que le gustaría que sucediera sin necesidad de creer que fuera a suceder. Y así, entre hipótesis no deseadas pero de alguna manera planificadas, entre promesas tácitas hechas por amistad desinteresada y anhelos secretos de amores inconfesables, entre conversaciones imaginadas y conversaciones reales (o incluso fabricadas para mentirse), se sucede esta novela donde lo importante no son los personajes ni los sucesos sino la naturaleza vacilante del acto de pensar, el lenguaje y su riqueza posibilista, y las conversaciones que tenemos con los demás (o con nosotros mismos, si tenemos la suerte o la desgracia de ser tan mentalmente dispares).


´Aun así´, habría dicho. ´Si yo no creo que eso pueda ocurrir, qué más daría si finalmente ocurriese después de mi muerte. Yo no me enteraría. Y me habría muerto convencido de la imposibilidad de tal vínculo entre tú y ella, lo que uno prevé es lo que cuenta, lo que uno ve y vive en el último instante es el final de la historia, al final del cuento propio. Uno sabe que todo continuará sin uno, que nada se para porque uno desaparezca. Pero ese después no le concierne. Lo crucial es que se para uno, y en consecuencia se detiene todo, el mundo es indefinidamente cómo es en el momento de la terminación de quien termina, aunque no sea así de hecho. Pero ese “de hecho” ya no importa. Es el único instante en el que ya no hay futuro, en el que el presente se nos aparece como inalterable y eterno, porque ya no asistiremos a ningún hecho más ni a ningún cambio. […] Ha habido tentativas desesperadas de reconciliar momentaneamente a dos personaspara que un agonizante creyese que habían hecho la paces y que todo estaba arreglado y en orden, qué importaba que los enemistados volvieran a tirarse los trastos a la cabeza a los dos días del fallecimiento, lo que contaba era lo que quedaba o había justo antes de esa muerte. Ha habido quien ha fingido perdonar a un moribundo para que éste se fuera en paz, o más tranquilo, qué más daba que a la mañana siguiente el perdonador le desease en su fuero interno que se pudirera en el infierno. Ha habido quienes han mentido como locos ante el lecho de la mujer o el marido y lo shan convencido de que jamás les fueron infieles y de que los quisieron sin fisuras y con constancia, qué importaba que al cabo de un mes ya estuvieran conviviendo con sus veteranos amantes. Lo único verdadero, y además definitivo, es lo que el que va a morir ve o cree inmediatamente antes de su marcha, porque para él no hay más historia. Hay un abismo entre lo que creyó Mussolini, que fue ejecutado por sus enemigos, y lo que creyó Franco en su cama, rodeado de sus seres queridos y adorado por sus compatriotas, digan lo que digan ahora los muy hipócritas. [...]

Todo lo anterior en una conversación hipotética, como digo. Páginas y páginas en las que se usa el tiempo condicional; “habría dicho” o “habría preguntado” en vez de “dijo” o “preguntó”. Pero luego, más avanzada la historia, el contenido de la conversación parece hacerse real cuando Díaz Varela le dice a María Dolz que así sucedió realmente, y María tiene que discernir cuánto de verdad hay en ello, y cuánto de autoengaño, pues soñó con una posibilidad que después sucedió y entonces tendrá que elegir entre la versión que le contaron y la que ella misma imaginó. ¿Cómo te condiciona escuchar algo que tú ya has pensado previamente? ¿Tienes contaminadas tus conclusiones o eres tan libre de escuchar como escuchan otros a los que los miedos y los prejuicios todavía no les han abordado? 

TODOS SOMOS SUSTITUTOS DE ALGUIEN

En realidad todos vamos más tarde o más temprano al cubo de la basura: “El vivo al boyo y el muerto al hoyo”. “Es la necesidad de supervivencia estúpido”, podríamos espetarle a María, y por extensión a Marías (en absoluto una coincidencia en mi opinión). Y aun así nos sentiríamos aplastados por su ecuánime prosa, difícil e inextricable a ratos, sin duda, pero sublime otros tantos.


“Sé que no me ofendería ser un sustitutivo, porque en realidad lo es todo el mundo siempre, inicialmente […]. Sí, todos somos remedos de gente que casi nunca hemos conocido, gente que no se acercó o pasó de largo en la vida de quienes ahora queremos, o que sí se detuvo pero se cansó  al cabo del tiempo y desapareció sin dejar rastro o sólo la polvareda de los pies que va huyendo, o que se les murió a esos que amamos causándoles mortal herida que casi siempre acaba cerrándose. No podemos pretender ser los primeros, o los preferidos, sólo somos lo que está disponible, los restos, las sobras, los supervivientes, lo que se va quedando, los saldos, y es con eso poco noble con lo que se erigen los más grandes amores y se fundan las mejores familias, de eso provenimos todos, producto de la casualidad y el conformismo, de los descartes y las timideces y los fracasos ajenos, y aun así daríamos cualquier cosa a veces por seguir junto a quien rescatamos un día de un desván o una almoneda, o nos tocó en suerte a los naipes o nos recogió de los desperdicios; inverosímilmente logramos convencernos de nuestros azarosos enamoramientos, y son muchos los que creen ver la mano del destino en lo que no es más que una rifa de pueblo cuando ya agoniza el verano…”


¿Cuántas novelas rosas están sembradas de tan pesimistas reflexiones sobre el amor? ¿Cuántos guantazos anti-románticos son necesarios leer para convencerse de la tesis que aquí sostengo, esto es, que Javier Marías no escribe para sentimentales ni para los que le gusta los finales felices tras una plácida lectura, sino para los que están dispuestos a mirarse al espejo bajo la oscura luz del tiempo y encontrar lúgubres presagios rozando incluso la mortificación?

ANTI-ROSA

No comparto en absoluto críticas como la de José Luís Calvo Carilla ("El Javier Marías de Los enamoramientos: Cartografías del sentimiento amoroso") que asigna a la novela un constante aire "folletinesco" y "decimonónico", o como la de Isaac Rosa que me gusta bastante como articulista y que opinaba que "Los enamoramientos" era la peor de sus novelas (yo en cambio no pude terminar "Negra espalda del tiempo", me pareció infumable). Considero más acertadas las reseñas de José María Pozuelo Yvanco ("Elementos discursivos en Los enamoramientos de Javier Marías") o Antonio Candeloro ("Los enamoramientos de Javier Marías: muertos que regresan..." en "Culturas de la seducción") que solo consideran la esfera de Eros si va ligada a la más grande y predominante esfera de Tánatos.


A mayor abundamiento, incluyo un par de párrafos más en los que la pluma de Marías tinta el papel con un gris turbio que borra de manera inmisericorde el rosa que cualquier ingenuo lector hubiese podido ver al principio.


"Cuando alguien está enamorado, o más precisamente cuando lo está una mujer y además es al principio y el enamoramiento todavía posee el atractivo de la revelación, por lo general somos capaces de interesarnos por cualquier asunto que interese o del que nos hable el que amamos. No solamente de fingirlo para agradarle o para conquistarlo o para asentar nuestra frágil plaza, que también, sino de prestar verdadera atención y dejarnos contagiar de veras por lo que quiera que él sienta y transmita, entusiasmo, aversión, simpatía, temor, preocupación o hasta obsesión. No digamos de acompañarlo en sus reflexiones improvisadas, que son las que más atan y arrastran porque asistimos a su nacimiento y las empujamos, y las vemos desperezarse y vacilar y tropezar. De pronto nos apasionan cosas a las que jamás habíamos dedicado un pensamiento, cogemos insospechadas manías, nos fijamos en detalles que nos habían pasado inadvertidos y que nuestra percepción habría seguido omitiendo hasta el fin de nuestros días, centramos nuestras energías en cuestiones que no nos afectan más que vicariamente o por hechizo o contaminación, como si decidiéramos vivir en una pantalla o en un escenario o en el interior de una novela, en un mundo ajeno de ficción que nos absorbe y entretiene más que el nuestro real, el cual dejamos temporalmente en suspenso o en un segundo lugar, y de paso descansamos de él (nada tan tentador como entregarse a otro, aunque sólo sea con la imaginación, y hacer nuestros sus problemas y sumergirnos en su existencia, que al no ser la nuestra ya es más leve por eso). Tal vez sea excesivo expresarlo así, pero nos ponemos inicialmente al servicio de quien nos ha dado por querer, o por lo menos a su disposición, y la mayoría lo hacemos sin malicia, esto es, ignorando que llegará un día, si nos afianzamos y nos sentimos firmes, en que él nos mirará desilusionado y perplejo al comprobar que en realidad nos trae sin cuidado lo que antaño nos suscitaba emoción, que nos aburre lo que nos cuenta sin que él haya variado de temas ni éstos hayan perdido interés. Será sólo que hemos dejado de esforzarnos en nuestro entusiasta querer inaugural, no que fingiéramos y fuéramos falsas desde el primer instante."

[...]

"Si yo era capaz de desear a solas, durante un rato en la noche de mi habitación; si era capaz de fantasear con la muerte de Luisa, que nada me había hecho y contra la que nada tenía, que me inspiraba simpatía y piedad y hasta me provocaba cierta emoción, me pregunté si a Díaz-Varela no le habría ocurrido lo mismo, y con más largo motivo, respecto a su amigo Desvern. Uno no quiere en principio la muerte de quienes le son tan cercanos que casi constituyen su vida, pero a veces nos sorprendemos figurándonos qué pasaría si desapareciera alguno de ellos. En ocasiones la figuración viene suscitada solo por el temor o el horror, por el excesivo amor que le profesamos y el pánico a perderlos: "¿Que haría yo sin él, sin ella? ¿Qué sería de mí? No podría seguir adelante, me querría ir tras él o ella" La mera anticipación nos da vértigo y solemos alejar el pensamiento al instante, con un estremecimiento y una sensación salvífica de irrealidad, como cuando nos sacudimos una pesadilla persistente que ni siquiera cesa del todo en el momento de nuestro despertar. Pero en otras la ensoñación tiene mezcla y es impura. Uno no se atreve a desearle la muerte a nadie, menos aún a un allegado, pero intuye que si alguien determinado sufriera un accidente, o enfermaría hasta su final, algo mejoraría el universo, o, lo que es lo mismo para cada uno, la propia situación personal. "Si él o ella no existieran", se puede llegar a pensar, "que diferente sería todo, qué peso me quitaría de encima, acabarían mis penurias, o mi insoportable malestar."


REFERENCIAS LITERARIAS


El libro contiene algunas digresiones muy bien llevadas, y paralelismos literarios (con clásicos como "Los tres mosqueteros" de Alejandro Dumas, "El coronel Chabert" de Balzac o "Macbeth" de Shakespeare, éste último una referencia habitual de Marías que incluso ha dado títulos a algunos de sus libros), y sobre los que no tiene mucho sentido aquí descubrir más detalles al futuro lector.


Si esta reseña te ha despertado el interés por Javier Marías, en esta novela, además de lo anteriormente contado, encontrarás otras introspecciones sobre la violencia, el crimen o la guerra. Sobre la pasividad de quien espera una gran oportunidad, durante tanto tiempo, que le incomoda cuando ésta llega y tiene que salir de su zona de confort a la que se ha acostumbrado. Sobre la diferencia entre amor y enamoramiento, pues solo el primero produce debilidad e indefensión. Y otras muchas más, que recomiendo se lean sin prisas ni prejuicios, para poder enamorarse del libro.

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