Nunca mejor día para publicar esta reseña como hoy, 6 de noviembre de 2024, día en el que Donald Trump gana las elecciones de EEUU por segunda vez.
¿Cuántas veces hemos tenido la sensación de que la gente vota con las vísceras y no con la cabeza? ¿Cuántas hemos llegado a decir o pensar que estamos vendidos, no solo por los políticos, sino por una masa de votantes descerebrados? ¿Sería posible y/o deseable que ese rebaño de votantes sin criterio fueran eliminados del censo, dejando solo a quienes son capaces de ser más críticos? Pues bien, el politólogo Jason Brennan escribió un libro en 2016 a partir de estas preguntas y de muchísimas encuestas para moldear una obra tan provocadora y valiente como su título: "Contra la Democracia".
Criticar la democracia no siempre es sinónimo de desear una dictadura. A veces se critica para mejorar algo. Pero en el caso de Brennan no es ni una cosa ni la otra. Él sabe que las dictaduras arrojan unos datos nefastos en comparación con los sistemas democráticos. Pero también sabe que las democracias adolecen de unos fallos que las hacen casi tan insoportables como las dictaduras, al menos desde un punto de vista racional.
¿No podrían existir otros sistemas que nos reporten mayores recompensas al conjunto de la sociedad? Rechazarlos de plano por anti-democráticos es un argumento tautológico. En realidad lo que se quiere decir es que son injustos. Pero eso viene porque se identifica la democracia como la única opción que es inherentemente justa, y por tanto, toda alternativa a la misma es por definición injusta. Dejarse llevar por este non-sequitor es tan infantil como un niño que se niega a probar un plato de brócoli porque no es una hamburguesa... necesita a algún adulto que le de la opción de desacostumbrarlo de la carne y le informe de las bondades del brócoli, por muy impopular que sea.
La opción de Brennan es la epistocracia: un sistema que otorga el voto a quien es capaz de ejercerlo con responsabilidad. La democracia otorga el voto a todos por igual, sin tener en cuenta ni sus intenciones, ni sus intereses, ni sus capacidades. Y el resultado como veremos es que hay una masa ignorante de votantes que mandan y no actúan con la responsabilidad que se debiera exigir para algo tan importante.
La epistocracia ya nos la presentó Platón en términos teóricos cuando nos dijo que para navegar un barco a la deriva nunca elegiríamos al más fuerte (dictadura) ni someteríamos a votación al más popular (democracia), sino que buscaríamos al más cualificado.
Como metáfora no está mal. Además, en buena medida todas las democracias están debidamente organizadas por muchos tecnócratas, esos sabios modernos en los que confían incluso los políticos. Pero estos últimos siempre están por encima cuando se trata de gobernar. La epistocracia que nos propone Brennan no es tan atrevida como para sugerir cómo deben ser los candidatos o los votantes, pero con los datos en la mano, tiene una base sólida para defender que algunos votantes no deberían poder elegir.
Digamos que no está convencido de su brócoli, pero sí de quién no debería elegir la dieta infantil. La limitación del voto se defiende casi sola. Si hay muchos votantes que no saben lo que votan y que a menudo votan en contra de sus propios intereses, que no tienen compromiso ni formación en como mejorar la sociedad de la manera más eficiente, entonces ¿por qué no plantearse limitar el derecho al voto de unas personan que no saben lo que hacer con él?
¿No se otorgan unas licencias para determinadas profesiones? ¿Por qué deberíamos tratar con mayor exigencias la cualificación para hacer pan, ser fontanero, médico o profesor y en cambio no plantear ningún requisito para votar siendo esto último tan trascendente para todas las demás profesiones que dependen en buena medida de lo que legislen los elegidos para formar gobierno?
John Stuart Mill esperaba que las personas se ennoblecieran si lograban implicarse en la política porque verían la foto colectiva de la sociedad y se harían más sensibles al bien común, más cultas, más comprensivas y conciliadoras. Pero lo decía sin pruebas. Brennan, a la luz de varios autores y estadísticas que abordan la cuestión, sostiene lo contrario.
“Las formas de compromiso político más comunes no sólo no consiguen educarnos y ennoblecernos sino que tiene a embrutecernos y corrompernos".
Mill no tenía un ejército de sociólogos, psicólogos, politólogos y economistas que han dedicado sus vidas a recopilar datos y tesis de trabajo que han podido ser refutadas o refrendadas por generaciones posteriores de colegas que han seguido ahondando en lo que la gente cree o deja de creer, en su grado de dogmatismo o estulticia, etc... Brennan sí, y hace un uso exhaustivo de ello. Por motivos de espacio suprimiré casi todas las estadísticas ya que alargarían mucho el espacio de esta reseña.
CAPÍTULO 1: Hobbits y hooligans
Brennan divide a los votantes en tres tipos:
1. Los Hobbits, que como los personajes de El señor de los anillos, son desganados, siguen lo que hacen los demás, no tienen opinión propia y se dedican a sus cosas. El mundo de la política les resulta ajeno. Desconocen o desconfían de las ciencias sociales.
2. Los Hooligans, que como los ultras del fútbol, son los hinchas de cualquier opción política. Están muy interesados en política y tienen sus convicciones aunque parecen incapaces de entender genuinamente los puntos de vista contrarios. Son la mayoría del electorado. Confían en las estadísticas que refuerzan sus ideas, pero no creen realmente que se pueda mejorar con las ciencias sociales.
3. Los Vulcanianos, que como aquellos personajes de Star Trek, son los más racionales y científicos. Su único compromiso es con la verdad, no se casan con nadie y carecen de pasión o desprecio por los demás.
Si la mayoría pertenece a los dos primeros, la sugerencia de Brennan es que no deberíamos fomentar la participación de la mayoría porque se comportan de manera irresponsable.
La mayoría de los filósofos consideran que la democracia es como las personas, tienen un valor por sí mismas, al margen de su función instrumental para lograr un resultado. El autor discrepa y piensa que deberíamos juzgar a la democracia por sus resultados y no por sus procedimientos.
Los procedimentalistas como Habermas consideran que el hecho de que participemos todos en un proceso deliberativo santifica la democracia y por tanto cualquier decisión que se apruebe por ese método será justa. Los instrumentalistas como Brennan creen que debemos elegir el sistema de gobierno como si fuera un martillo y no una persona: si el martillo funciona debemos usarlo, sino funciona debemos sustituirlo.
Incluso los incondicionales de la democracia reconocen que esta adolece de fallos, pero consideran la alternativa epistocrática como algo clasista y en última instancia dictatorial. Porque aunque en la teoría pudieran estar de acuerdo con Platón, que planteaba un rey filósofo y sabio, en la práctica el problema radica en que no sabemos en muchas ocasiones quién es el más sabio. Pero Brennan declara que no es necesario: bastaría con excluir a los más incompetentes y de esa manera la epistocracia no se estancaría en debates interminables. Es lo que se llamaría un derecho de veto, que es una de las formas de la epistocracia.
Hay cinco formas de epistocracia:
1 El sufragio restringido: mediante algún proceso o examen determinar quiénes están capacitados para votar.
2. Voto plural: todo el mundo puede votar pero algunos tienen más votos que otros. Esta era la opción de Mill.
3. Sorteo de derecho al voto. Se trata de hacerle una prueba de capacitación a una muestra aleatoria del censo. Si la pasan solo esos afortunados podrán votar.
4. El veto epistocrático: Una democracia que te tiene un órgano capaz de vetar sus leyes, y a dicho órgano solo acceden los más capacitados.
5. El voto ponderado: Todos pueden votar pero no sin antes pasar un examen de conocimientos que determinará quiénes tienen más votos que otros (personalmente no veo diferencias con el voto plural)
A lo largo de la historia, una distribución desigual del poder político ha sido sinónimo de discriminación. Las razones para ello han sido arbitrarias e injustas. Pero todos estamos de acuerdo en que en algunos contextos, como los permisos de conducir, se aplican restricciones justas. “No deberíamos imbuir a alguien con poder solo porque sea blanco, protestante u hombre (…) No debemos impedir que los ciudadanos conduzcan, porque sean ateos, gays o parias. Pero eso no significa que todas las restricciones del derecho legal a conducir se han injustas. Deben existir razones justas para prohibir conducir a algunas personas, com los conductores incompetentes que imponen demasiados riesgos a los demás cuando conducen”.
CAPÍTULO 2: Nacionalistas ignorantes, irracionales y desinformados
Los votantes son en su mayoría ignorantes, irracionales y/o desinformados. No saben prácticamente nada sobre economía ni sobre política básica. Esto no es una gratuita generalización. El punto fuerte del autor es precisamente la constante comprobación de opiniones a fuerza de estadística. Por ejemplo:
- “El 73 % de los estadounidenses no entiende en qué consistía la guerra fría”.
- “Los ciudadanos normalmente no saben qué partido controla el congreso”.
- “El 40 % de los estadounidenses no sabe contra quién es luchó Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial”.
Sin embargo, Brennan aclara que los votantes no son estúpidos, simplemente no están interesados. Y la razón es porque nadie siente que su voto vaya a ser decisivo: “algunos economistas y politólogos estiman más probable ganar la lotería, varias veces seguidas que emitir un voto de desempate."
Todo esto es compatible con que haya personas que estén mucho más informadas que la mayoría. Puede ser debido a que simplemente tenga más educación o que tengan la creencia de que estar informado es un deber moral. O que es útil para encajar entre los suyos o sencillamente porque lo encuentran realmente interesante.
“La mayoría de las personas se parecen mucho más a los hooligans que a los vulcanianos” [...] Las personas tienden a tener un comportamiento epistémico erróneo cuando participan en política. Demuestran altos niveles de parcialidad cuando discuten su política o participan en ella. Esto puede ser debido a que el cerebro humano fue diseñado para ganar discusiones y formar coaliciones más que para buscar la verdad.”
Existen algunos sesgos que colaboran a la ignorancia del votante. El sesgo de confirmación, por ejemplo, por el cual tendemos a aceptar las pruebas que apoyan nuestras opiniones preexistentes. El sesgo de disconformidad funciona a la viceversa. O el sesgo de disponibilidad por el cual asumimos que X debe ser habitual si resulta fácil pensar en ejemplos de X, pero eso solo denota mi experiencia y conocimiento. La presión y autoridad del grupo también nos pueden jugar malas pasadas y quien mejor lo demostró fue Solomon Asch (con su archiconocido experimento en el que unas personas decían que unas líneas eran más cortas que otras solo porque el resto así lo afirmaba), pero en realidad aceptamos las opiniones ajenas porque saben cosas que nosotros ignoramos (por ejemplo, saben que existe Australia aunque yo no haya pisado ese país).
Brenan piensa que, aunque los ciudadanos son egoístas individualmente, cuando toca votar, actúan como altruistas. ¿Por qué? Llega a esa conclusión con un ejemplo bastante discutible.
"Como acabo de analizar, los votos individuales no tienen importancia. Las personas racionales y egoístas no votarían egoístamente. No votarían, porque los costes de emitir un voto egoísta exceden los beneficios esperados por votar. Para ilustrar esto, supongamos que un candidato presidencial promete darme 10 millones de dólares si es elegido. Al mismo tiempo que para mí su victoria vale 10 millones de dólares, votar por él no vale siquiera un centavo. Promuevo mejor mis intereses si me quedo en casa bebiendo Laphroaig que votando.
Ocurre de la misma manera con los demás ciudadanos. Si los ciudadanos se toman la molestia de votar, será por un sentimiento del deber o de pertenencia, para expresar sus ideologías o para demostrar su compromiso a su tribu política. Puesto que ninguno de nuestros votos importa, no nos cuesta más emitir un voto altruista que uno egoísta."
La conclusión es el votante medio hace el esfuerzo de pensar en plural, aun cuando sea un individuo egoísta, pero eso cae en saco roto porque no tiene los medios ni el conocimiento para que su esfuerzo se traduzca en una buena elección y por tanto en los resultados que él estima serían los mejores para su país: son en términos generales nacionalistas e ignorantes (no me parece que Brennan use aquí el término nacionalista de manera despectiva, todo lo contrario; lo contrapone a ignorante para subrayar la paradoja de que no saben cómo conseguir lo que quieren).
“La democracia empodera a cada persona con la misma cuota básica de poder político. Pero se trata de una porción muy pequeña. Como la porción es tan pequeña, los ciudadanos tienen pocos incentivos para utilizar su poder de una manera responsable.”
A mi modo de ver, aquí falla Brenan estrepitosamente. Por qué no habla de la teoría del granito de arena. Si todo el mundo pone su granito de arena, poco a poco construirán una montaña. Todos saben que su granito solo es una ínfima porción del resultado, pero todos saben que forman parte de un esfuerzo colectivo. Todos saben que se deben una reciprocidad, y que si no votan están rompiendo un pacto tácito y necesario para lo que de verdad desean. Votar o no votar no es algo indiferente como sugiere Brennan. Hay muchos ejemplos de esfuerzos colectivos en los que nos obcecamos con no desperdiciar ningún granito: algunos creyentes rezan colectivamente y hacen colectas para obras benéficas, o pagamos un poco de impuestos para grandes proyectos, o corregimos incansablemente a nuestros hijos para que mejoren aunque tenemos la tentación de ignorarlos y ponerles el smartphone. Ignoro si los creyentes en el granito de arena somos muchos o pocos, pero como teoría me parece lo suficientemente asentada en el imaginario popular como para ignorarla.
CAPÍTULO 3: La participación política corrompe
La participación política corrompe. Muy al contrario de lo que Mill proponía y de lo que la intuición nos indica la participación política corrompe. Se creía que pensar en política implica poner el foco en un proyecto de largo recorrido y que debe contar con intereses comunes, te acerca a los demás. Nada más que esa tarea, independientemente del contenido o del resultado, termina educándote para la sociedad. Por ello se le denomina el argumento de la educación, una forma de convertirte en mejor ciudadano.
El fallo de este argumento de la educación es que no todo el mundo responde de la misma manera que nosotros pensamos. Debido a cómo es la política hoy en día “es más probable que las formas de compromiso político más comunes, corrompan y embaucan a las personas que las ennoblezcan y eduquen”. Es un teoría que debe someterse al escrutinio de los resultados, y no de las opiniones.
Lo que parece cierto que los que votan están mejor informados que los que no votan. Eso no demuestra que haya un nexo de causalidad. No hay pruebas empíricas que demuestren que la participación política haga que los ciudadanos estén mejor formados. Brenan propone que funciona justamente al revés “los votantes no saben más porque voten; más bien, votan más y saben más porque les gusta la política.” Pasa los mismo con los estudiantes de filosofía que terminan siendo inteligentes: pero es que ya lo eran antes de empezar a estudiar filosofía, ellos eligieron esa carrera.
La discusión política sobre asuntos sensibles como la pornografía, suele conducir a posiciones enfrentadas y sentimentalismos. En algunos casos, cuando la cuestión se enrevesa mucho incluso los oradores terminan dudando de cuál es la postura correcta, lo cual puede llevar al escepticismo o nihilismo moral o político. Las posiciones se radicalizan y se caricaturiza al adversario asignándole unos vicios y unas intenciones de las que carece.
Brennan compara este fracaso de la de deliberación política con las fraternidades universitarias normalmente elegidas sobre nobles ideales que honran el pasado de sus miembros y quieren mantener la honorabilidad de la institución. Sin embargo, están llenas de hombres borrachos que se aprovechan de mujeres borrachas. No se puede esperar que funcione de la manera en la que deberían funcionar en la teoría, porque la práctica es testaruda y los individuos difieren mucho de lo que se espera de ellos. Lo mismo pasa con la democracia y con los votantes.
CAPÍTULO 4: La política no nos empodera ni a ti ni a mí
El autor critica el mito de que la participación política consiga empoderar a las personas que la ejercen. Considera algo infantil idealizar la conquista del voto si ella no lleva aparejado una mejora, y de lo primero no siempre se sigue lo segundo. Encontrar un billete de 5€ otorga más empoderamiento que tener derecho al voto. El problema del autor es que piensa en singular, y efectivamente un único voto no tiene valor ya que las elecciones nunca se ganan por un voto.
"Cuando las sufragistas lograron que las mujeres tuvieran derecho a votar, empoderaron a las mujeres como grupo, pero en general, no empoderaron a ninguna mujer concreta, excepto a la pequeña minoría que obtuvo un cargo político."De nuevo aquí, Brennan pierde la perspectiva política del asunto. Si estamos hablando de política, ¿no estamos hablando de colectivos? Su perspectiva radicalmente individualista hace que pierda credibilidad toda su investigación.
Hay países liberales y hay países democráticos, pero conceptualmente no es necesario que estos adjetivos vayan de la mano. Aunque sí existe una correlación positiva que sugiere que es una buena combinación para defender derechos civiles.
Hay varios tipos de argumentos a favor del empoderamiento:
El consentimiento de los gobernados es importante porque otorga legitimidad el tener una relación consensuada sobre qué hacer con nuestra política. El problema es que das un consentimiento muy genérico y las pocas veces que se te pide para cuestiones concretas (referéndums) solo te dan unas opciones muy limitadas.
O si una persona me dice: “te obligaré a casarte conmigo, a menos que la mayoría de los estadounidenses me diga que no lo haga”; Si todos los votantes consienten eso no convierte a mi posterior matrimonio en un matrimonio consentido, seguiría siendo forzado por muchas justificaciones colectivas que se aporten.
Además está el hecho de que ser un verdadero consentimiento requeriría que funcionase como un contrato, es decir, derechos y obligaciones, en tanto que individuo eso no se cumple: Si el estado no cumple su parte, por ejemplo, no construye la carretera que prometió construir, o no me protege como debiera, yo no puedo desdecirme de mis obligaciones, sigo estando obligado. Si el estado no me la educación, la sanidad y lo seguridad que forma parte del contrato, yo tendré que seguir respetando la ley y pagando mis impuestos, aunque haya votado a quienes prometieron darme todo eso.
Por no hablar del consentimiento informado, que requiere que ser consciente de a lo que se está consintiendo. Justo lo contrario de lo que pasa: la mayoría de la población no entiende y la mayoría de los políticos intentan esconder sus intenciones.
Otro argumento en favor de la participación política es que es una buena manera de promover nuestros intereses. Pero igualmente, eso no es válido como individuo solo como colectivo. Es muy difícil alcanzar la influencia política que tenía Martin Luther King, dice el autor. Son esos grandes iconos o políticos los que marcan la diferencia, "nuestras acciones individuales no tiene un efecto perceptible".
Pero podríamos darle la vuelta al argumento de Brennan: Martin Luther King no habría podido hacer nada perceptible si no hubiese tenido detrás a una legión de seguidores. Brennan es consciente de su planteamiento individualista, y reconoce que la democracia no es que le falle al individuo sino que está confeccionada para que funcione precisamente así:”resta poder a los individuos en favor de grandes grupos de individuos. La democracia nos empodera, pero no a ti o a mí.”
Despacha las objeciones sobre el poder colectivo de la siguiente manera:
“Supongamos que 10 de nosotros lanzamos piedras a una ventana y nuestras piedras golpean y rompen la ventana simultáneamente. ¿Fui yo el causante de la rotura de la ventana?¿Fuimos los 10, de forma colectiva, quienes la rompimos, pero ninguno de nosotros lo hizo como individuo? Los metafísicos continúan debatiendo estas cuestiones.”
Creo que el que está ejerciendo de metafísico es él, ya que el sentido común nos hace pensar que el hecho de no poder cuantificar nuestras aportaciones individuales (un voto, una firma, una pancarta, una moneda...) no significa que no formen parte de un conjunto que puede dar un decisivo golpe en la mesa más que si fuera un martillo gigante de un solo individuo.
CAPÍTULO 5: La política no es un poema
Los argumentos poéticos o semióticos, defienden que la democracia, añade un valor simbólico. Si todos tenemos el derecho al voto todos nos sentimos iguales con nuestros vecinos. Pero esto no implica automáticamente que los ciudadanos sean más iguales. También se podrían poner banderas en las casas con símbolos de igualdad y tendría el mismo efecto. Y sin embargo muchos teóricos de la política han defendido estos argumentos semióticos por lo encima de la efectividad, y en sentido contrario defienden que una epistocracia supondría una falta de respeto nada más ser planteada. O incluso cierto elitismo para los afortunados que votarían en favor de sus propios intereses.
Sin embargo se ha demostrado que los ciudadanos en una democracia suelen votar en contra de sus propios intereses y en favor de los intereses que consideran comunes. El problema es que muchas veces no tienen la capacidad para saber que política es mejor o peor para el país en su conjunto.
“así, por ejemplo, los votantes estadounidenses tienden a ignorar los efectos que la guerra contra las drogas tiene en las minorías, cómo y por qué están cayendo los índices de delincuencia, y por qué tener mano dura contra la delincuencia tiende a causar daños desproporcionados entre las minorías. Una epistocracia podría aliviar ese problema, porque los votantes epistocráticos tienen más probabilidades de saber que las políticas sobre delincuencia y drogas en Estados Unidos suelen ser contraproducentes.”
Pero no puede ser más importante que la gente crea que se hace justicia a que se haga justicia realmente. Aquella máxima que decía que la mujer del César debe ser justa y parecerlo se transmutaría en “debe parecer justa aunque no lo sea”. Esa es la crítica que el autor hace a los argumentos que defienden la democracia por el poder simbólico que desprende.
“Si resulta que en una epistocracia de manera abrumadora las minorías pobres no cumplen los requisitos para ser votantes, eso no demuestra automáticamente que la epistocracia mande un mensaje racista o clasista.”
“La epistocracia es inherentemente elitista en el mismo sentido en que son inherentemente elitistas las concesiones de licencias para ejercer la fontanería o la medicina. […] cuando nos preguntamos qué hace que un martillo sea bueno, lo juzgamos por lo bien que funciona. Cuando nos preguntamos qué hace que un poema sea bueno, a menudo lo juzgamos por lo que simboliza y expresa. Cuando juzgamos que hace que una persona sea buena, con frecuencia, decidimos que la gente es valiosa como un fin en sí misma. Tal como yo lo veo, las instituciones políticas son más como martillos que como personas o poemas. Las instituciones son herramientas.”
CAPÍTULO 6: El derecho a un gobierno competente
Si los votantes son ineptos y llevan al poder a candidatos ineptos, eso significa que al aceptar la democracia estamos aceptando que un cirujano sin titulación me opere por el mero hecho de que ha sido elegido por la mayoría.
¿No debería haber algún tipo de defensa ante esa situación? Parece razonable que podamos exigir cierta competencia a quienes nos gobiernan, o al menos que podamos impedir que nos gobiernen los que sean muy incompetentes. Debería haber algún tipo de filtro como el que tiene el procedimiento para la elección de los jurados, que deben superar ciertas pruebas para verificar que son mínimamente competentes. A eso se le llama principio de competencia y funciona descalificando al incompetente.
Si las democracias terminan eludiendo muchos problemas de otros sistemas (transiciones violentas, hambrunas, masacres) eso significa que las democracias son mejores que las autocracias, pero no demuestra que en la mayoría de las elecciones el electorado actúe competentemente. Muchos gobernantes actúan al margen de sus electores, una vez conseguido el poder incluso rectifican sus propuestas electorales para el bien común.
Capítulo 7 ¿Es competente la democracia?
Aun cuando los electores sean incompetentes, es posible según algunas teorías políticas, que el electorado en su conjunto tome decisiones competentes. Sería el propio sistema de toma de decisiones, lo que añadiría un plus a la incompetencia de los electores.
El milagro de la agregación, por ejemplo, sostiene que basta que haya un pequeño porcentaje de votantes informados para que los desinformados se anulen entre sí. O el teorema del jurado de Condorcet que dice que a medida que aumenta el número de votantes, aumenta la probabilidad de que tomen la decisión correcta. Es algo así como confiar en la inteligencia colectiva, pero ambos parten de la base de que siempre haya una mayoría de gente más informada que la otra y a mi modo de ver, no es algo demasiado sofisticado: si hay más listos que tontos ganan los listos, si hay más tontos que listos ganan los tontos. ¿Se puede llamar eso una teoría?
“A veces, dos cabezas menos inteligentes son mejor que una cabeza inteligente. Consideremos lo siguiente: un típico profesor de economía puede saber más que cualquiera de los estudiantes de doctorado que cursan el tercer año de su programa, pero los estudiantes de doctorado en agregado, probablemente saben más que el profesor.”
“La democracia debería dar a cada ciudadano individual la misma voz, pero no lo hace. Por las razones que sea, los votantes más listos y con más información, con unas preferencias políticas más informadas, están mejor representados y sus preferencias se llevan a cabo mejor que las de los votantes con menos información y con preferencias menos informadas. Los votantes más listos y mejor informados tienen más probabilidades de salirse con la suya.”
En cuanto a hambrunas, guerras, libertades civiles y económicas, etc. las democracias no se comportan mal, o por lo menos no peor que sus actuales alternativas. Y se podría afirmar lo mismo de otros asuntos más generales: "Aunque creo que las democracias se comportan mal de manera sistemática, rinden maravillosamente cuando se las compara con la mayoría de las alternativas históricas."
CAPÍTULO 8: El gobierno de los que saben
El autor reconoce que los fallos de la democracia no legitiman automáticamente a la epistocracia, y que la epistocracia no puede ser igual en todos los sitios al igual que la democracia tampoco lo es. La democracia no funciona lo mismo en Nueva Zelanda que en Francia o que en Venezuela.
Algunas formas de epistocracia se pueden considerar variaciones de instituciones democráticas: 1. El sufragio restringido (con exámenes de cualificación para los votantes). 2. El voto plural (dando más votos a los que mejor se formen). 3. El sorteo del derecho al voto (sorteando al azar, pero de manera representativa, a un subgrupo de ciudadanos a los que habría que formar). 4. El sufragio universal con veto epistocrático (en el que todo el mundo tiene el derecho al voto, pero con un consejo que tiene poder de veto para revocar leyes)…
El problema fundamental de la epistocracia es el mismo que el de la democracia, a saber, que una cosa es la teoría y otra la práctica: si se introduce un examen de cualificación para votantes podría manipularse para excluir a minorías como de hecho pasó cuando se sometía a la población estadounidense a un examen de alfabetización para permitirles votar en la época de la segregación. Esos exámenes eran prácticamente imposibles de superar para la mayoría de los negros, y el gobierno afirmaba que tenía una finalidad epistocrática cuando tan solo era racista.
"No he sostenido que las democracias sean incompetentes para resolver todas las decisiones, ni que todas las acciones que pretenden los gobiernos democráticos sean incompetentes. Las evidencias sugieren que el electorado es competente en algunas cuestiones y malo en otras. El principio de competencia solo excluye la toma de decisiones democráticas en el segundo caso. […] si nos estamos preguntando cómo diseñar un examen de cualificación del votante, ¿por qué no dejar que la democracia decida? Esto podría parecer una decisión extraña. Se podría objetar que si los ciudadanos son competentes para decidir qué es la competencia, ¿por qué no son en consecuencia competentes para escoger a buenos candidatos para los cargos?"
“Los votantes saben que los candidatos más guapos no son, por ser más guapos, mejores candidatos, pero aún así tienden a votar a los más guapos.”[…] los votantes son más fiables y responsables cuando se les pregunta qué características debe tener un buen candidato que cuando se les pide que identifiquen a los buenos candidatos reales. Son mejores articulando estándares que aplicándolos.”
Cualquier sistema epistocrático debería vencer lo que se llama la objeción demográfica: si una minoría cualificada es la que vota al final votarán por sus propios intereses y se perpetuará cada vez más esas diferencias demográficas. Esto se basa en dos suposiciones.
Primero que los votantes votarán egoístamente. Pero si hay un número suficiente de votantes, miles de ellos, “las pruebas indican que probablemente votarán de manera sociotrópica”. Es decir, que la mayoría vota por el bien común (este fue el punto del capítulo 2).
La segunda suposición es que los desfavorecidos saben votar para promover sus propios intereses. Es bien posible que sepan cuáles son sus intereses, pero debido a su ignorancia en las ciencias sociales no sabrán qué medidas o políticos elegir. Y una vez elegidos los políticos, con todo su apoyo de técnicos no van a usar ese poder para favorecer los intereses de quienes los han elegido, sino lo que estos quieren (sea o no conveniente para ellos). De esta forma pueden confiar en volver a ser elegidos ya que “no han defraudado”.
“los políticos tienden a dar a los ciudadanos lo que estos quieren, y no lo que es bueno para ellos.[…] en Estados Unidos, excluir al 80 % inferior de los votantes blancos del voto podría ser justo lo que necesitan los pobres.”
Encuentro cierta contradicción en afirmar que muchos votantes saben votar por el bien común y un grupo desfavorecido no sabe votar por sus intereses.
En cualquier caso la objeción demográfica también aplica a las democracias, donde grupos mayormente representados tienden a legislar para sus intereses.
Por último hay una objeción llamada el argumento conservador en favor de la democracia. También se le conoce como “conservadurismo burkeano”. El nombre le viene de Edmund Burke, un político irlandés que consideraba que el reinado de Luis XVI, con todos sus defectos, era preferible a la sangría que después llegó con la revolución francesa. Es decir, que las instituciones que nos gobiernan en la actualidad funcionan por una acumulación de experiencias y conocimientos que las hacen fiables a pesar de todos sus vicios. Nadie puede ser tan listo como para crear una sociedad desde cero y conseguir la misma estabilidad que unas instituciones centenarias.
Se trata del miedo a que la mejora sea un tiro por la culata y efectivamente, es conservadurismo, y tomado literalmente impediría cualquier tipo de progreso.
Pero aunque Burke no era partidario de las revoluciones sí lo era de cambios pequeños, así los experimentos no corrían el riesgo de explotarnos en la cara de manera demasiado dañina.
Capítulo nueve: Enemigos cívicos
Sorprende que teniendo en cuenta la poca diferencia objetiva que hay entre dos opciones políticas (el contexto es EEUU donde los demócratas y los republicanos defienden un mismo sistema con ligeras variaciones), el proceso de deliberación, o en otras palabras, el proceso democrático, haga que los electores se radicalicen y actúen como ultras. La distancia que hay entre los electores no se corresponde con la cercanía que hay en tantísimos puntos en común que tienen ambos programas políticos. Se han hecho encuestas que demuestran que la gente es capaz de reconocer que el candidato contrario está mejor cualificado pero siguen votando al suyo. Por eso el autor sostiene que “la política nos hace peores”. Nos convierte en enemigos, nos separa más allá de nuestras diferencias.
“en 1960 solo un 4 o 5 por ciento de los republicanos y los demócratas decía que estarían “descontentos” si sus hijos se casaran con miembros del partido rival. Ahora, un 49 por ciento de los republicanos y un 33 por ciento de los demócratas reconocen que estarían descontentos”.
[...]
“Al revisar los hallazgos de la psicología política, vemos que la gente tiende a sentir aversión por los demás por meros desacuerdos políticos. Incluso en el contexto de un seminario de filosofía, si la mitad de los estudiantes se pone a discutir en favor de liberalismo clásico y la otra mitad defiende el comunitarismo, existen muchas posibilidades de que 10 años más tarde los liberales clásicos tengan amistades más estrechas entre ellos que con los comunistaristas y viceversa.”
La democracia nos pone en una situación en la que nos convierte en gladiadores que luchan a muerte contra un contrincante contra el que no tenemos nada realmente. Llegamos a creer que esos “enemigos situacionales” son estúpidos o malvados cuando simplemente tenemos un desacuerdo razonable con ellos.
Pero en una democracia en la que, en caso de incumplimiento, se imponen las leyes mediante la coacción, los enemigos situacionales pueden perjudicarme sistemáticamente si se obstinan en votar de forma diferente a como yo voto. Como lo haría un conductor borracho. No tengo nada en contra del borracho, pero al darle el poder de afectarme a mi y a mi familia tengo razones para odiarlo. Eso es lo que sostiene el autor.
A mi modo de ver aquí podemos sacar otra incoherencia del libro: si antes defendía que el votante individual no ostentaba ninguna parcela de poder, o que percibía su empoderamiento de manera tan infinitesimal que no creía que mereciese la pena ni siquiera ir a votar, debería en consecuencia admitir que esos enemigos cívicos tampoco merecerían odio ninguno, o al menos un odio tan minúsculo que no se le podría llamar odio.
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